Las ciudades colombianas viven un fenómeno: ricos y pobres conviven pero cada vez interactúan menos creando relaciones sociales. ¿Por qué ocurre esto?

El Stanford Center on Poverty & Inequality es uno de los lugares desde donde se hace parte de la investigación más innovadora en temas de pobreza y desigualdad en el mundo. Yo tengo la fortuna de estar afiliado a este centro y quiero compartirles los resultados preliminares de una de las investigaciones que mis colegas están llevando a cabo.

Se trata de un proyecto en el que se quiere probar una hipótesis clásica en sociología, la cual sugiere que ciudades más grandes tienden a permitir más interacciones entre clases sociales. La intuición aquí es esta imagen de que en un vagón del metro de Nueva York se encuentran fácilmente un banquero de Wall Street, una mucama de algún hotel de Manhattan, y un artista bohemio de Brooklyn.

La forma en la que mis colegas están probando esta hipótesis es con información sobre millones de usuarios de telefonía celular en EE.UU. Para cada uno de estos millones de personas, los investigadores saben las coordenadas de donde están y con quién pasan el tiempo a cada instante del día. Además, conocen el nivel de ingreso de estas personas, puesto que infieren su residencia a partir de dónde suelen pasar la noche-y saber qué tan rica es la gente que vive en un vecindario es relativamente sencillo.

Lo que mis colegas encuentran (y aquí debo insistir en que esto es preliminar) es todo lo contrario a la hipótesis de partida. En EE.UU., entre más grande es la ciudad, menos diversas económicamente son las interacciones que tienen sus habitantes.

El mecanismo que parece explicar esto tiene que ver con las oportunidades de mercado. En ciudades grandes tiende a existir una demanda suficiente para segmentar precios y ofrecer bienes y servicios a los que solo irán personas de ciertas clases sociales. Por ejemplo, Nueva York es suficientemente grande para que haya restaurantes de sushi donde el plato vale 10 dólares, otros donde el plato vale 30 dólares y otros donde vale 150 dólares. Las personas que van al de 150 dólares no van al de 10 dólares y viceversa. En cambio, el tamaño del mercado en un pequeño pueblo en Kentucky posiblemente no permita tener más que un solo restaurante que vende todo tipo de comida y a donde van todos los habitantes del pueblo.

Esta explicación me parece bastante razonable, y la imagen de cada clase social pasando sus días en sus propios restaurantes, completamente realista. Quizá tan realista como la de todas las clases sociales conviviendo en el metro de Nueva York, ¿pero cómo es esto posible? ¿Cómo es que estas dos intuiciones pueden coexistir? ¿Las grandes ciudades promueven o inhiben las relaciones entre clases sociales?

Creo que la respuesta a esto tiene que ver con la diferencia entre tener una interacción social y vivir una experiencia común. Todas las personas en el metro de Nueva York comparten la misma experiencia. Eso no quiere decir que construyan una interacción social, puesto que no comparten información, recursos, o emociones entre ellos. Sin embargo, sí son conscientes de la existencia del otro y se sienten parte de la misma sociedad. Si el tren se demora, todos van a llegar tarde. Si el tren huele mal, todos olerán mal.

Este es quizá el principal elemento en nuestra percepción de desigualdad y es sistemáticamente ignorado por la política económica y social en Colombia. En Bogotá, por ejemplo, las clases altas pasan sus vidas enteras sin ir más al sur de la calle 19. Ellos no usan el transporte público, no van a los colegios, a las universidades o a las discotecas de las personas pobres. En los únicos contextos en los que coexisten con personas pobres es en el marco de relaciones jerárquicas. Es solo en sus apartamentos y restaurantes en el norte, en los que los pobres no son sus pares sino sus los celadores, su personal del servicio, y sus meseros.

En estos contextos, las clases sociales no comparten una experiencia común. No se sienten parte de la misma sociedad. Sus intereses, si algo, son opuestos. Yo siento que este patrón es común en el resto de las ciudades grandes del país. Quizá la excepción fue, por años, Medellín. La cual, sin embargo, parece estarse moviendo en la dirección opuesta, en la medida en que las clases altas se mudan al Valle de San Nicolás y se alejan de los límites de un incluyente y eficiente sistema de transporte público.

Esta es una tendencia que debemos detener. Nuestra falta de interés por ofrecer espacios públicos que tanto los ricos como los pobres quieran utilizar se acumulará a las fuerzas segregacionistas del mercado. Nuestras sociedades, cada vez más urbanas, ofrecen todos los días más restaurantes, colegios, universidades, y discotecas en los que uno puede pasar su vida sin necesidad de verle la cara a otros de clases sociales diferentes a la propia. Esto no nos hará bien, pero es poco lo que podemos hacer para limitarlo.

Lo que está en nuestras manos es la capacidad para invertir decididamente en infraestructura de calidad que nos una. Y aquí las restricciones no son pocas. En otro momento hablaré de ellas. Por lo pronto, quisiera terminar mencionando el daño que hace el fetiche del gasto público progresivo. ¿Qué importa que el gran banquero pague el mismo tiquete que el resto de nosotros para montarse en el metro? Los beneficios de crear una sociedad de la que todos nos sintamos parte integral son gigantes y los estamos perdiendo por procurar objetivos de justicia menores.

Por: Javier Mejía Cubillos*
*El autor es Asociado Postdoctoral en el departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Stanford. Ph.D. en Economía de la Universidad de Los Andes. Ha sido investigador y profesor de la Universidad de Nueva York–Abu Dhabi e investigador visitante de la Universidad de Burdeos.

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.

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