El artista colombiano más universal no solo fue esencial en su país por su arte. Su mecenazgo excepcional renovó la escena de los museos en Colombia, que le deben a Botero una mirada más moderna y vanguardista. Una remembranza a partir de su documental más íntimo.

Hay muchas formas de ser Fernando Botero (Medellín, Colombia, 1932 – Mónaco, 2023). Porque Fernando Botero sabe de todas las formas. Sabe de la guerra, de la suya – o de las suyas- y las ajenas. Sabe de la violencia –o la Violencia- de liberales y conservadores colombianos, de sus vicios y su gula de poder, y de sus facultades para hacer colgar a un mulato de un palo, maniatado, y pasearlo por la playa de Tolú, un pueblito de la Costa Caribe de Colombia, como quien pasea a un perro bravo al que no cabe domesticar. Sabe de pintarlo, porque lo vio, y sabe de la hipocresía de un clero al que nunca le ha tenido respeto, y entonces amontona sacerdotes dormidos, como si dormidos hubieran estado siempre. Sabe de la furia rabiosa que le provocó leer, en un periódico, en un avión, las torturas de los prisioneros de Abu Grahib, en Afganistán, para luego volcarla en su serie de pinturas más cruda y roja y salvaje.

Fernando Botero sabe del dolor, de perder a Pedrito, su hijo menor, a los cuatro años, arrollado por un furgón, mientras estaba en las piernas de Fernando, su otro hijo. Supo Botero encerrarse un año entero con una mano medio cercenada –por intentar salvarlo– para solo pintarlo a él, una y otra vez. Pedrito a caballo. Pedrito a caballo. Pedrito en la casa de muñecas. Pedrito con un mono, un mico. Pedrito con luces y sombras. Pedrito en pastel.

Fernando Botero sabe pintar, pero también moldear. Aprendió a esculpir bajo la técnica del bronce ardiente cultivada en los talleres italianos de Pietrasanta, y así descubrió cómo es que el arte se esconde bajo mantos de yeso inerte que no son más que mujeres con cigarrillos, gordas, voluminosas, escondidas allí debajo.

De todas sus formas, las que lo atraviesan todo, son gordas, voluminosas. Prominentes. El molde que ha elegido, su anatomía, más humana que celestial, más propensa a la normalidad que a la belleza, empezó con una mandolina sobredimensionada, y a partir de ahí todo tomó una magnitud monumental.

El mismo Botero, sacado de su intimidad, lo contó así en Botero (2019), el documental sobre el pintor colombiano más influyente de la historia y uno de los artistas latinoamericanos más importantes de todos los tiempos.

Fernando Botero en una mesa, sus tres hijos acompañándolo, bebiendo vino a todo lujo, y contando, entre esa escena en Aix-en-Provence, Francia,  y otra, en Mónaco -el principado donde residió en sus últimos años-, cómo fue que vendió su primer cuadro en la miscelánea de don Rafael Pérez, allí donde vendían las entradas a las corridas de toros. Dos pesos tasaron la primera transacción de uno de sus cuadros. “Me fui corriendo para la casa y los perdí en el camino”.

La idea de sacar de la intimidad al artista y grabarlo durante año y medio fue de otro artista. Don Miller, canadiense, cercano a los Botero, e invitado a la inauguración de la muestra itinerante del colombiano en Beijing. Fue allí, al ver la dimensión universal del paisa, cómo sus piezas lograban interactuar con la población asiática, tan diferente a la latina, que se le ocurrió grabar una pieza testimonial “de la mano de la familia”, como lo subraya Lina Botero Zea, hija del pintor y escultor.

“No puedes crear el trabajo de un genio sin crear controversia”. Así prologa a Botero el director de la galería romana Il Gabbiano, Sandro Manzo. Y arropados en ese principio básico grabaron al colombiano durante 19 meses en tres ciudades distintas, intentando no soterrar detalle de una intimidad guardada celosamente hasta entonces, en la que un Botero inédito se muestra ante su público como un ser al que la crítica ha golpeado por momentos, como cuando desembarcó en Nueva York, encantada por el impresionismo abstracto, casi sin cabida para un artista que todavía le era fiel al estado figurativo del arte. “Recuerdo claramente esa etapa en Nueva York, sus años difíciles, años de angustia, de búsqueda artística, de susceptibilidad a las críticas, al rechazo. Y luego ver, a medida que fueron pasando los años, el éxito y la acogida, y sobre todo el reconocimiento popular, porque independientemente de las críticas  -y críticas siempre ha habido muchísimas-, hay una acogida a nivel popular hacia su obra que eso es indiscutible”, rememora su hija.

Fue ella quien confirmó la noticia de la muerte de Botero en Colombia, y fue ella la productora creativa de un documental que ya es pieza indispensable para entender la vida, obra y dimensión de uno de los artistas más expuestos y costosos de la historia. “El público, sin necesidad de explicaciones, intermediarios, entiende, siente algo frente a la obra de Fernando Botero, y eso es lo que es importante.  Mi padre siempre ha sido un gran ejemplo desde todo punto de vista. Una persona luminosa con su país, con su familia. Una persona comprometida con su trabajo pero también con sus convicciones artísticas, a pesar de que muchas veces supuso para él nadar en contra de las corrientes predominantes en su época. Una persona con una inmensa capacidad de trabajo, una persona con gran valor y valentía, porque nadar en solitario, trabajar en solitario como lo ha hecho mi papá en tantos años de su vida, supone una gran fe en sí mismo”, contó en entrevista.

Lina Botero excava capas de la privacidad de un artista que solo toca la puerta del mundo exterior cuando se siente listo. Que se instala al interior de su estudio a darle forma –voluminosa- a los pensamientos que lo sacuden: que lo perturban o lo salvan. Es ella quien cuenta cómo Botero se empecinó en  aprender la minucia de las fundiciones de bronce en Pietrasanta, sentada en las escaleras de metal de un cuarto lleno de figuras blanquísimas que han definido la carrera escultórica del autor.

También Lina, junto a sus hermanos, lidera la apertura de un cuarto abandonado durante 40 años en Nueva York, donde su padre encerró recuerdos y bocetos y pinturas y anotaciones luego de la muerte de Pedrito, ese episodio que consumió a Botero moral y físicamente, y que casi sepulta la posibilidad de continuar con su carrera artística. Fernando el padre pierde un dedo intentando salvar del metal a Pedrito, dormido ya para siempre.

De ese Fernando Botero vulnerable surgió la duda instantánea sobre la continuidad de su obra. “Desertar no, porque eso implica un deseo voluntario de abandonar la pintura. Lo que sí es cierto es que existía la posibilidad muy real de que no pudiera volver a pintar, a pesar de que jamás quisiera abandonar el oficio, porque quedó muy impedido. Mi papá perdió un dedo, de hecho después del accidente le quedaron tres dedos colgando de la mano derecha”. Pero el arte, salvador, siempre ha sido. Al instrumento reducido de sus manos le ganó el talento, la magia tal vez, o la terquedad, o todas ellas, y Botero completó la catarsis emocional de la pérdida del hijo con la pintura, su único camino.

Pero la mejor de sus obras no la pintó, ni la moldeó. La soñó y la diseñó a tal nivel de detalle que es suya, y lleva su nombre. En realidad son dos. Cada una en el centro de las dos principales capitales de Colombia: Bogotá y Medellín. Su Medellín. “Un día mi papá nos reunió y nos dijo: Yo les voy a hacer a ustedes, la familia, el regalo más grande que podría hacerles jamás en la vida, y es un regalo que no solo es de ustedes, sino que todas las generaciones futuras van a agradecer. Porque más importante que heredar estas obras es que queden en museos para todos los colombianos”.  Entonces descolgó de las paredes de sus casas, uno a uno, los cuadros que había adquirido en su faceta como coleccionista, y con ellos vistió los muros del Museo Botero, en Bogotá, y la Sala Botero del Museo de Antioquia, en Medellín, que concentran no solamente gran parte de su producción artística en cuadros y volumetría, sino una valiosa compilación de firmas como Picasso, Miró, Dalí, Degas, Matisse y Klimt, por nombrar unos cuantos de esos que había logrado reunir a lo largo de 35 años. Un regalo único y renovador para una escena museal colombiana acostumbrada a la predominancia de lo colonial.

Fue una herencia aceptada por unanimidad por su familia, que cada mes de julio se reunía e en la casa italiana del patriarca, para celebrar la genialidad del abuelo, del hijo. Lina Botero recuerda de memoria la frase con la que su padre les dio a conocer el bien más valioso de su testamento. “Me dijo: Un regalo, para que sea bueno, le tiene que doler a uno.  Si un regalo no le duele a uno, no fue hecho con la generosidad que requiere”. Solo él sabe cuánto costó sacar una constelación de pinturas impresionistas de su casa para posarlas a kilómetros de distancia. Ahora que se ha ido, ahí vive su alma.

*La autora es comunicadora social y periodista, magíster en Historia del Arte. Cuenta con estudios de patrimonio, mediación y museografía.