Botsuana es mucho más que un Arca de Noé. Sus veredas salvajes conducen a travesías irrepetibles, destinadas a la trascendencia.
La llegada al aeropuerto de Maun me tomó por sorpresa, no obstante sumar 26 horas de vuelo hasta ese momento. Al fin estaba en Botsuana, listo para abordar el cuarto avión al hilo, en una travesía que había conectado ya a tres continentes incluso antes de comenzar. Me abroché el cinturón de seguridad para iniciar un vuelo surrealista que recuerdo entre sueños: al otro lado de la ventana, el paisaje me hizo sentir que había iniciado un viaje en el tiempo, llevándome, específicamente, a mi época de secundaria, cuando las clases de Biología me apasionaban. Abajo, una masa de tierra irregular de aspecto verde y con tramos blancuzcos emulaba al núcleo de una célula; la rodeaba un manto de agua que parecía un citoplasma desparramado en todas partes para abrazar a cientos, tal vez miles, de pequeños islotes que parecían mitocondrias al ser vistos desde las alturas.
El aterrizaje me trajo, de golpe, a la realidad, con Andy y Wesley (guía y experto en sostenibilidad de Wilderness, respectivamente), dándome la bienvenida, prestos a llevarme a Wilderness King’s Pool, que sería la primera parada de un itinerario planeado con esmero.
La llegada al campamento reveló una de las postales más bellas de las que tengo memoria: en torno a una fogata levantada sobre la arena, unos bancos con forma de timbales refulgían al clamor del fuego. Tras el barandal de madera, una laguna reflejaba un resplandor rojizo nacido del atardecer. Las sonaras de los hipopótamos surcando el lago en cámara lenta enriquecían un paisaje enmarcado por linternas de luz titilante.

Cuando llegué a mi cabaña para descansar, sentí que aquella imagen latía en mis párpados cerrados. Andy pasó por mí a las 5:30 de la mañana para tomar el primer game drive del día y explorar la reserva de vida salvaje Linyanti, al norte de Botsuana. La región es hogar de una gran diversidad de especies animales y cuenta con la mayor densidad de elefantes en el planeta. Al poco tiempo de iniciar el recorrido, antes que elefantes, vimos pastar a una manada de impalas; muy cerca, un ñu lucía su talla monumental con aparente gallardía. Después llegó el momento de admirar a cientos de elefantes deambular hasta llenarnos la vista.
Al regresar al campamento para hacer una pausa en la jornada, Wesley me dijo que los esfuerzos de conservación de Wilderness no tendrían éxito sin la participación de la población local. Para dimensionar la dificultad que conlleva lograr este objetivo, debe entenderse cómo transcurre la vida cotidiana en una reserva de vida salvaje y, después, resolver preguntas fundamentales. Una de ellas es la siguiente: ¿cómo se convence a una comunidad azotada por la presencia de leones que cazan a su ganado, de no matar, a su vez, al depredador que elimina su principal fuente de ingresos? La apuesta de la compañía es convertir a la conservación en una nueva fuente de ingresos para ellos.
Uno de los programas de Wilderness contempla la instalación de sensores de proximidad en las comunidades que envían a la población alertas graduales de la presencia de leones a partir de un radio de cinco kilómetros. El llamado a tiempo les permite eliminar pérdidas al poner a resguardo al ganado, contribuir a la conservación de los leones y afianzar una fuente de ingresos importante.
Después de la charla, llegamos a un observatorio de elefantes que parecía más un escondite bajo el suelo. Su mirilla horizontal nos dejaba escudriñar el entorno en secreto. Ahí tomamos el almuerzo, en espera de gigantes en busca de refrescarse en aquel bebedero artificial, pero no tuvimos mucho éxito. Cuando retomamos las veredas de arena que surcan la reserva, recuerdo que la posibilidad de observar un león comenzaba a sentirse más real a cada instante.

Pensaba en ello, cuando el vehículo se detuvo de improviso para dar el paso a un elefante adulto que lanzaba una mirada desafiante, como si calibrara la amenaza que podríamos representar para él. Finalmente, tras desecharlos posibles riesgos, en unos segundos (que se sintieron eternos) el animal lanzó un barrito ensordecedor (después supe que así se llama el sonido que emite un elefante con su trompa, como un rugido). Al retomar la marcha, el retumbar de pisadas colosales nos seguía a la distancia. Con risa nerviosa (que borré sólo hasta perderlo de vista), concluí que finalmente Linyanti había mostrado sus fauces.
A salvo de cualquier peligro, Andy detuvo la marcha para convertir al cofre del todoterreno en un mirador perfecto: de pie en la llanura, siendo aún de día, vi la Luna llegar a lo más alto del firmamento. Tomé un gin tonic preparado con una etiqueta local destilada en el delta del Okavango, que, por cierto, tras haberla adquirido en la sala de última espera del aeropuerto de Maun, hoy pone una nota exótica a mi cava.
A la mañana siguiente, la última en Wilderness King’s Pool, fue Wesley quien pasó puntualmente por mí, a las 5:30 am. Recuerdo que el bramido de una manada de hipopótamos ya me había dado los buenos días mucho antes de su llegada. Con la reverberación de sus sonaras en la cabaña preparé mi equipaje antes de iniciar una breve exploración por la reserva.
Al poco tiempo, advertí la llegada del helicóptero que habría de conducirme a un nuevo campamento. En eso, Andy detuvo la exploración sin mayor aviso, de frente a un grupo de antílopes que pastaba a unos 20 metros de distancia. El guía señaló a uno de ellos, que, a diferencia de la manada, permanecía inmóvil en una posición extraña y con la mirada fija en un matorral cercano. Andy sonrió y, conduciendo despacio, rodeó al animal, que no abandonaba su posición de alerta, para confirmar sus sospechas: un leopardo reposaba sereno al otro lado. Lo vimos respirar, ronronear y mirar el paisaje aproximadamente por tres minutos antes de abandonar su escondite.
Aquel nuevo encuentro sin cercas de por medio enfatizó el carácter auténtico de la experiencia. Minutos después, la polvareda que desprendió el helicóptero en su ascenso hizo de transición al siguiente capítulo de una aventura en ciernes.
EN LA PRIMERA FILA DEL MUNDO
“Welcome to Mokete”, cantaba sin cesar un grupo de personas cuando llegué a Wilderness Mokete, la más reciente adhesión al portafolios de propiedades con el sello Wilderness, en la reserva de Mababe. Al frente del grupo, una mujer hacía un sonido peculiar, parecido al canto de un ave. Vasco, mi guía en este nuevo episodio en Botsuana y quien había pasado por mí al helipuerto, descendió del vehículo con rapidez para unirse al grupo de bienvenida y acompañarme a través de la pasarela de madera que conducía a mi cabaña. Noté que el campamento se mimetizaba con su entorno para convertirse en exclusivo punto de partida que permitía explorar la zona salvaje de Mababe, al oriente del delta del Okavango.
Al hacer estos recorridos, es común observar el encuentro entre los depredadores y sus presas, así como a leones y perros salvajes, me dijo Cobus Calitz, dueño del campamento y socio de Wilderness, a bordo del todoterreno durante el primer game drive de la jornada. No pasó mucho tiempo para confirmar sus palabras: de pronto, Cobus pidió a Vasco detener la marcha del vehículo, al descubrir a cuatro leonas descansar en torno a un montículo de piedra. Nos acercamos un poco y les tomamos fotografías bebiendo de un charco mientras proyectaban sus siluetas en el agua. Finalmente, caminaron frente a nosotros con cierta indiferencia, hasta que las perdimos de vista cuando entraban, enfundadas en su andar característico, hacia una zona repleta de árboles de mopane.
El Sol parecía más grande desde este nuevo punto de Botsuana, concluí cuando retomamos el camino para llegar a un nuevo mirador improvisado que me hizo repetir una de mis aficiones favoritas: la caza de atardeceres. Más tarde, regresamos al campamento en medio de una oscuridad absoluta. La oscuridad era tal que Vasco conducía sujetando el volante con la mano derecha mientras iluminaba el camino con la izquierda, haciendo un barrido de luz que le permitía apreciar el sendero y sacar del anonimato algunas miradas refulgentes, ligeramente tenebrosas. Eran otros inquilinos de aquel territorio salvaje.

A la mañana siguiente, iniciamos la jornada en punto de las 6 am. Vasco manejó en dirección al horizonte para ver de cerca una manada infinita de ñus que marchaba en línea recta. El sonido de su andar y el polvo que levantaban con sus brincos nos mantuvieron entretenidos mucho tiempo, sin prisas, disfrutando la atmósfera de un lugar que llegué a sentir como la primera fila del mundo.
Al anochecer, después de una jornada intensa llena de exploraciones, Vasco se detuvo al pie de un montaje propio de una gala, pero ubicado en medio de la selva. Al frente, la Luna iluminaba una mesa dispuesta con una elegancia acentuada por su sencillez.
A la izquierda se encontraba una estación de bebidas con un grupo de meseros presto a atender cualquier solicitud en cuestión de segundos; y, a la derecha, un par de cocineros atizaba el fuego de una parrilla bordeada por antorchas para dar el toque final a sus platillos. Así dio inicio una de las veladas más divertidas que he vivido; lo sé porque no paré de reír durante toda la cena, exaltado en el alma, quizás, por la belleza de un momento tan inesperado.
Al despertar, antes abordar un nuevo helicóptero para seguir la travesía, tomé un chapuzón rápido en la alberca de la cabaña, recordando las risas de la noche anterior.
OFRENDA AL OKAVANGO
La llegada al tercer campamento me hizo cumplir una fantasía infantil: dormir en una casa del árbol, aunque (debo decirlo) mi cabaña en Wilderness Little Tubu poseía amenidades propias de un apartamento de lujo. La terraza apuntaba a un enorme claro de tierra surcado, a lo lejos, por algunos elefantes apenas visibles. Estaba agotado, cerré la puerta y tomé una siesta de un par de horas, que me permitió reconectar con el mundo.

Moruty, de rostro sereno y gestos amables, sería el encargado de guiar el último tramo de mi estancia en Botsuana. Al realizar el primer recorrido a través de la isla Hunda, inmersa en el delta del Okavango, descubrimos a una pareja de jirafas. Las observamos por unos minutos y seguimos andando, hasta llegar a un árbol singular, lleno de nidos abandonados que parecían adornarlo, convirtiéndolo en una especie de árbol navideño salvaje. El resto de la tarde lo dedicamos a buscar leones en un campo de espigas que bien podría camuflar sus melenas y propiciar un encuentro sorpresivo.
Anduvimos un par de horas más, hasta llegar a las márgenes del delta del Okavango. Al subir a una barca de madera, conocida como mokoro, un nuevo guía remó a través de un paisaje prístino gobernado por una manada de hipopótamos expectante a la distancia. El paseo transcurrió entre el vuelo de libélulas, el canto de aves blancas y el sonido suave y acompasado que hacía el remo al partir el agua, que sonaba como un arrullo. Al detenernos en aquella atmósfera etérea, el guía puso algo en mis manos: era un collar de nenúfares armado con astucia. La flor resplandecía bajo el Sol como si fuera un cabujón tallado con maestría, y el collar, creado “a partir del tallo de un tallo”, trazaba un patrón de dominó que lo convertía en una joya exquisita ante mis ojos.

Vaya que me costó desprenderme de aquel collar del Okavango. Al verlo flotar en el agua, sin embargo, tuve la sensación de haber entregado una ofrenda muy personal a un destino tan generoso que le abre las puertas del origen a sus visitantes, superando cualquier expectativa en torno a su geografía y justificando con creces la necesidad de recorrer el mundo para flotar en sus aguas.
Esa tarde tuvo lugar el atardecer más bello del viaje. Lucía majestuoso al proyectar su reflejo en ese río, origen de miles de ramificaciones que llenan de vida a la tierra más allá del Okavango. Al anochecer, nuevas linternas desafiaban el ocaso en un mirador improvisado; su luz intermitente impregnaba de nostalgia las memorias que nacían al cerrar una travesía fantástica.