La innovación en sí misma no genera crecimiento económico. Hace falta la adopción masiva de innovaciones en actividades productivas. ¿Por qué?
Quizá la mayor transformación social en la historia de la humanidad resultó de la Revolución Industrial. Como punto de referencia, la expectativa de vida en la Inglaterra preindustrial era 33 años, la estatura promedio era 168 centímetros, y la tasa de alfabetización era 30 %. En la Inglaterra postindustrial, la expectativa de vida es superior a 74 años, la estatura promedio es mayor a 176 centímetros, y la tasa de alfabetización es cercana al 100 %.
El inicio exacto de la Revolución Industrial es cuestión de debate entre los historiadores económicos; sin embargo, para muchos, la puesta en marcha de la máquina de vapor de Boulton y Watt, a mediados de la década de 1770, es la fecha correcta. La tecnología de esta máquina (que, eventualmente, se conocería como el motor de combustión externa) sería la base de la producción industrial moderna.
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Curiosamente, en el siglo I D.C. (16 siglos antes de Watt y Boulton), Herón de Alejandría creó una máquina de vapor cuyo principio tecnológico era idéntico al de la máquina de Boulton y Watt. Claramente, la revolución industrial no inició en el Egipto romano. Lo que hace pensar que el impacto económico del invento de Herón fue menor. De hecho, todo indica que así lo fue. Su invención parece haberse limitado a usos ceremoniales y al entretenimiento de niños.
Esto abre la puerta para preguntarse ¿cómo es posible que el mismo desarrollo tecnológico generara, en un contexto, el inicio de una transformación completa del aparato productivo, mientras que, en el otro contexto, no pasara de ser un divertimento?
La respuesta a esta pregunta, para muchos, está en los incentivos económicos existentes en cada uno de estos contextos. Mientras que, en la Inglaterra del siglo XVIII, el lucro económico era aceptado y promovido socialmente; en el Egipto del siglo I, éste era extensamente despreciado. En otras palabras, en uno de los contextos, la identidad y labor del empresariado era fomentada, mientras que, en el otro, no lo era. Al no ser promovida la actividad empresarial en el Egipto romano, ni la comercialización, ni la adopción productiva de las innovaciones tecnológicas tenía mayor razón de ser.
Esto fue prevalente en la inmensa mayoría del mundo antiguo. Al igual que el Egipto romano, en muchos otros contextos donde proliferó la innovación, las moralidades dominantes valoraban pobremente el lucro individual. Piénsese en la China del periodo Qing o el Irak del califato Abasí. En estos contextos, las innovaciones, aunque complejas y extensas, tuvieron un uso productivo bastante limitado.
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Entonces, contrario a lo que con frecuencia se dice, no es cierto que la innovación, en sí misma, genere crecimiento económico. Es necesaria la adopción masiva de las innovaciones en actividades productivas para que la creatividad humana se traduzca en crecimiento económico. Y es allí donde el aprecio por la dignidad burguesa, para usar las palabras de Deirdre McCloskey, es importante.
La decisión de adoptar nuevas tecnologías con objetivos productivos es costosa y riesgosa. La sociedad debe reconocer los méritos detrás de ella, si espera que este tipo de comportamiento prolifere.
Esto es importante hoy en día, porque los crecientes niveles de desigualdad en el mundo desarrollado han hecho popular el desprecio generalizado por el empresariado (las personas cuya labor en la sociedad es, justamente, adoptar nuevas tecnologías en actividades productivas). Y aunque es posible que dicho desprecio tenga razones morales válidas, implica un riesgo práctico bastante grande. Este riesgo es la destrucción de los incentivos que generan crecimiento económico. Crecimiento sobre el que se basa toda la mejora en la vida material de la sociedad.
Nada de esto quiere decir que, con cierta frecuencia, los incentivos de los empresarios no estén alineados con los de la sociedad. En muchas circunstancias, el empresariado tiene incentivos para explotar posiciones rentistas que poco bienestar agregado traen. No obstante, dichas circunstancias suelen estar bien identificadas y existen mecanismos para regularlas sin necesidad de destruir el tejido empresarial.
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Así, pensar que las enfermedades de la sociedad están originadas el empresariado y que, por tanto, se solucionarán castigándolo, es una perspectiva poco razonable. Tal como lo es pensar que las enfermedades del organismo se resuelven castigando a los órganos involucrados en ella. Lo que la sociedad necesita, tal como cualquier organismo, es procurar que cada órgano con funciones esenciales funcione de la mejor forma.
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LinkedIn: Javier Mejía Cubillos
*El autor es Asociado postdoctoral en la división de Ciencias Sociales de la Universidad de Nueva York- Abu Dhabi. Ph.D. en Economía de la Universidad de Los Andes. Investigador de la Universidad de Burdeos e investigador visitante en la Universidad de Standford.
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