La solución para muchos problemas de desigualdad podría estar en la cooperación internacional. ¿Por qué?
En Occidente, quizá el cambio reciente más importante en la opinión pública ha sido la progresiva percepción de que el sistema en el que vivimos es injusto. Este cambio de percepción es dramático y ha abarcado, prácticamente, todas las dimensiones de la sociedad. Con la creciente percepción de que el sistema es injusto, las políticas que buscan reducir la desigualdad económica y social se han vuelto más populares que nunca.
Lastimosamente, esta preocupación por la desigualdad e injusticia se ha consolidado alrededor de una narrativa muy específica, la cual tiene una serie de elementos que limitan su capacidad para entender y combatir efectivamente estos fenómenos. Quizá, el elemento más problemático de aquella narrativa es su esencia nacionalista.
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La narrativa dominante sobre desigualdad suele limitar su análisis a las fronteras de cada país. Por ejemplo, buena parte de la conversación al respecto en EE. UU. gira alrededor de cómo el 1 % más rico de las personas del país recibe cerca del 20% del ingreso total, o de cómo un hombre promedio estadounidense gana cerca de 25% más que una mujer estadounidense promedio, o de cómo un estadounidense blanco promedio gana cerca de 20 % más que un afroamericano promedio.
Estas cifras, y las reflexiones alrededor de las fuerzas detrás de ellas, son tremendamente importantes. Sin embargo, pierden de vista que el principal determinante de las condiciones de vida de las personas está definido por el país donde nacen y viven, más que por cualquier otro atributo individual. Así, la conversación sobre desigualdad moderna en EE. UU. no habla de cómo este país goza de más del 15 % del ingreso mundial, aunque cuenta con menos del 5 % de la población del planeta.
Tampoco se habla de cómo, por ejemplo, una persona promedio en EE. UU. gana cerca de 9.000 % más que una persona promedio en Burundi. En ese sentido, cuando los progresistas americanos hablan de estar luchando por los más débiles, realmente están hablando de los más débiles en su país, que, en perspectiva mundial, son privilegiados.
Dejar de lado la perspectiva internacional, no solo restringe nuestro acceso a un verdadero entendimiento de las causas detrás de las grandes injusticias del sistema, sino que también tiene implicaciones importantes a la hora de definir el tipo de políticas que pueden combatir mejor esas injusticias.
Para empezar, cualquier política redistributiva que transfiera recursos de países ricos a países pobres tiene un mayor potencial para reducir la desigualdad mundial que políticas que transfieren recursos al interior de un país rico. Sin embargo, más interesante aún, es cómo cierto tipo de medidas que buscan reducir la desigualdad al interior de un país pueden profundizar la brecha entre países ricos y pobres. Un ejemplo de esto es la nueva interpretación que la Reserva Federal de EE. UU. tiene acerca de su mandato, bajo cuya luz, reactivar el mercado laboral con objetivos de justicia e inclusión es prioritario.
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Las medidas expansivas que han resultado de esa nueva interpretación parecen estar generando presiones sobre los mercados emergentes, llevando a masivas salidas de capital de ellos, las cuales podrían deteriorar más sus economías y expandir la brecha entre las condiciones de vida de sus habitantes y las de los habitantes de naciones ricas como EE. UU.
Por supuesto que este no es un problema sencillo. Es natural reconocer sesgos nacionales en la opinión pública y en el ejercicio político. Respecto a la opinión pública, la desigualdad parece afectar el bienestar social solo cuando es evidenciada cercanamente. En esa medida, tiene sentido que las personas quieran reducir las desigualdades locales así aumenten las lejanas.
Respecto al ejercicio político, éste tiene limitaciones prácticas muy concretas. Nos guste o no, nuestro mundo es uno de Estados nación, y los políticos de una nación particular tienen responsabilidades con los habitantes de su nación (los cuales, acabamos de ver, priorizan su bienestar sobre el de otros), además de una capacidad limitadísima para impactar otras naciones.
A pesar de las dificultades prácticas, es importante reconocer los sesgos nacionalistas en estas conversaciones. La narrativa actual sobre la lucha contra la desigualdad se ha construido alrededor de un discurso moralista que enfatiza la empatía. Bajo este discurso, todo aquel que no acoge por completo su narrativa es acusado de carecer de empatía. Sin embargo, el nacionalismo es una de las carencias de empatía más reprochable de todas, ya que tiene como único criterio la existencia de barreras políticas que bastante poco tienen que ver con cualquier valor humano.
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Así las cosas, una decidida lucha por reducir la desigualdad, más que basarse en narrativas moralistas que no hacen más que esconder intereses mezquinos, debe basarse en reflexiones prácticas, donde se reconozca la capacidad y conveniencia de las diferentes medidas disponibles.
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LinkedIn: Javier Mejía Cubillos
*El autor es Asociado postdoctoral en la división de Ciencias Sociales de la Universidad de Nueva York- Abu Dhabi. Ph.D. en Economía de la Universidad de Los Andes. Investigador de la Universidad de Burdeos e investigador visitante en la Universidad de Standford.
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