Gravando las rentas de las iglesias y cultos parece ser posible recaudar cerca de 1,8 billones de pesos.
Colombia tiene un hueco fiscal gigantesco. Es una realidad y es necesario pensar en formas para subsanarlo. Reducir y hacer más eficiente el gasto público es importante, pero, definitivamente, no será suficiente. El estado colombiano requiere aumentar el recaudo de impuestos.
Hace unas semanas, sugerí escuetamente en mis redes sociales la conveniencia de hacer tributar a las iglesias y cultos. Luego de eso, algunos movimientos políticos han propuesto medidas concretas para implementar esta idea.
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Esto, realmente, no es nada novedoso. Es una conversación que se abre cada tanto y que suele concentrarse en dos aspectos. Por un lado, se habla de los argumentos contables a favor de la propuesta. Estos, a mi parecer, son obvios. Gravando las rentas de las iglesias y cultos parece ser posible recaudar cerca de 1,8 billones de pesos, lo cual sería tremendamente útil a la hora de cubrir el hueco fiscal.
Por otro lado, se habla de los retos prácticos de implementar la propuesta. Para mí, estos también son obvios. Además de lo costoso que electoralmente sería llevar esta propuesta a cabo—debido al voto cohesionado que caracteriza a la feligresía—cualquier reducción en los privilegios de las organizaciones religiosas tradicionales implica enfrentar rigideces legales y tensiones diplomáticas extraordinarias.
Hoy no hablaré de eso. Lo que quisiera es ahondar, más bien, en los argumentos morales a favor de esta propuesta. Es decir, hablaré de cómo gravar la actividad de iglesias y cultos puede acercamos a principios que, como sociedad, valoramos, y que deberían primar sobre las preocupaciones contables y prácticas.
El primer argumento es de eficiencia. Si, como sociedad, valoramos que el Estado provea cierto tipo de servicios, pero esperamos que esto lo haga generando el menor perjuicio posible a la hora de financiarlos, gravar la actividad de las iglesias y cultos es recomendable.
A diferencia de otras actividades dentro del sector servicios, las iglesias tienen encadenamientos minúsculos con el resto de la economía. Por ejemplo, mientras toda la economía formal del país requiere de la prestación de servicios financieros, prácticamente ninguna firma requiere de servicios litúrgicos o espirituales para su funcionamiento. En ese sentido, cargar con impuestos a la actividad de las iglesias y cultos impactaría mucho menos a la economía que cargar con impuestos equivalentes a otras actividades, como los servicios financieros.
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El segundo argumento es de justicia. Si queremos una sociedad donde las personas sean tratadas como iguales, independientemente de su forma de pensar, gravar la actividad de las iglesias y cultos es deseable.
Puesto que las iglesias y cultos ofrecen una filosofía de vida específica, al excluirlas del pago de impuestos, se está privilegiando al grupo de la población que acoge esa filosofía concreta y discriminando a aquellos que acogen otras filosofías de vida. Por ejemplo, existen personas que encuentran plenitud yéndose de fiesta cada fin de semana. Los ingresos generados por estas actividades—que, por cierto, no son nada diferentes a los rituales de infinidad de religiones no occidentales—son gravados tributariamente, mientras que aquellos generados durante una liturgia un domingo en una iglesia, no lo son.
Finalmente, hay un argumento de cohesión social. Si queremos una sociedad menos segregada, donde más personas se sientan parte importante del proyecto de nación, gravar la actividad de las iglesias y cultos es conveniente.
El sistema tributario es un perfecto representante de la segregación del país. La infinidad de exenciones hace del sistema uno en el que la gran mayoría de los impuestos son pagados por un grupo pequeño de personas y empresas. Esto es problemático porque pagar impuestos es uno de los símbolos más importantes de la pertenencia al proyecto nacional. El espíritu del contrato social de los Estados modernos es fundamentalmente ese.
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Los ciudadanos pagan impuestos, el Estado provee una serie de servicios básicos, y, conjuntamente, construyen la narrativa de que eso significa algo importante que llamamos nación. Por tanto, consolidar una sociedad donde todos se sientan parte del sistema exige que todos paguen impuestos, sin importar si representan una fe particular.
Como se puede ver, ninguno de los argumentos detrás de esta propuesta requiere asumir que las religiones no son importantes o que no generan valor dentro de la sociedad. Yo, personalmente, creo que las religiones sí son importantes y sí generan valor. Sin embargo, el punto no es ese. El punto es que la tributación en las sociedades modernas es el principal emblema de la primacía de los principios laicos.
Así, no importa si las religiones son buenas o no, si se recoge mucha o poca plata gravándolos, o si es fácil o difícil hacerlo. Lo que importante es que la sumisión tributaria de las iglesias y credos es un paso necesario en los esfuerzos por llevar a nuestra sociedad más cerca de la moralidad republicana.