El reciente proceso electoral mostró la impostergable necesidad de que el país sudamericano deje de ser indiferente y promueva el acceso a oportunidades, dice la politóloga peruana Alexandra Ames.
En 1990 fue abolido el Apartheid en Sudáfrica, un sistema de segregación racial que prohibía a la población negra acceder a derechos sociales y políticos que sí tenía la población blanca. Esto se dio después de una espiral de violencia y un proceso duro de protestas, represión y críticas de la comunidad internacional. Estaba claro que este sistema no daba para más. Pero su anulación no iba a calmar el ambiente por sí mismo. Los oprimidos tenían ahora acceso al poder y estaban dispuestos a usarlo. El miedo en las clases altas era evidente. La sociedad estaba muy polarizada y diversos actores tenían diferentes puntos de vista respecto a la visión del futuro del país. Era importante iniciar un proceso de transformación y reconciliación nacional que permita fortalecer las bases de la institucionalidad democrática que garantice una absoluta gobernabilidad y bienestar para todos.
En este contexto, se convocó a Adam Kahane, especialista en planificación, para diseñar una visión de futuro compartida. Kahane cuenta en uno de sus libros que los sudafricanos le habían dicho que tenían dos opciones. La alternativa práctica era ponerse de rodillas y rezar para que todo se solucione. La opción milagrosa consistía en trabajar en consenso y de avanzar unidos [1]. Kahane bromeaba acerca de que esta última opción se veía realmente como algo que solo algo suprahumano lo podría solucionar.
Este milagro consistió en una serie de talleres para pensar el país con actores con posturas muy dispares. Se convocaron políticos, sindicalistas, empresarios, activistas y académicos de izquierda y derecha, blancos y negros. El resultado fueron 4 escenarios que podría tener Sudáfrica.
El primero se llamó “Avestruz”, con la minoría blanca en el poder escondiendo su cabeza para no ver los problemas de afuera, sin pactar con sus opositores. Este escenario, tarde o temprano, los llevaría al caos permanente. El segundo fue el “Pato cojo”, en donde, el temor al tener un Gobierno incapaz, habría hecho que se negocie con la oposición oprimida e iniciar una transición lenta, priorizando el crecimiento económico sobre el fortalecimiento democrático, lo que, a la larga, solo haría que el pato con el ala rota no pueda despegar como país.
El tercer escenario fue el “Ícaro”, un Gobierno democrático que despega con un gran gasto social populista, desconociendo los efectos de los abusos al tesoro fiscal. Por lo tanto, apelando al mito griego, la cera de las alas se derretirían por volar muy alto sin estar preparados y, por lo tanto, caerían para ahogarse en una crisis que les impediría continuar. El último escenario fue el “Vuelo del Flamingo”, la cual consistía en ser consciente de la necesidad de invertir en la gente, pero de manera sostenida para asegurar un desarrollo autónomo de las personas y lograr un acuerdo político decisivo que incluya a todos y que entregue confianza suficiente para renovar el pacto social. Esto permitiría un crecimiento económico sostenido y, al mismo tiempo, un fortalecimiento de la gobernabilidad democrática en Sudáfrica.
Evidentemente, lo líderes, tan dispares entre sí, escogieron tener el último escenario y acordaron una hoja de ruta que les permitió crecer de manera sostenida durante los siguientes 20 años.
El caso peruano
En Perú, se ensayó, en el año 2000, un Acuerdo Nacional, con la diferencia de que este no logró convertirse en un proyecto nacional que sea reconocido por todos. Nuestro crecimiento económico despegó y, gracias a ello, se logró que millones de hogares puedan salir de la pobreza. Pero hemos creado un sistema aparentemente exitoso que al primer soplido del lobo feroz, todo lo construido se cae. ¿Esto ha sido culpa del mercado? El sector empresarial debe reconocer que las nuevas formas de hacer negocios, implican estrategias serias de creación de valor compartido. Sin embargo, es el Estado quien no ha sido capaz de convertir el progreso económico en progreso real para todos.
El problema de Perú no es su modelo económico, sino su modelo sociopolítico secular. El primero es el que más avances nos ha traído pese a la resistencia de cambio del segundo. Hemos estado mirando al país desde un balcón limeño, analizando los problemas desde lunas polarizadas. Hemos entregado caridad mas no políticas públicas de calidad.
Lo indígena y lo provinciano son vistos como fenómenos sociales materia de estudio, pero todavía no son reconocidos como ciudadanos pares. Doscientos años después, seguimos siendo una sociedad donde unos son pobladores y otros son vecinos, donde nos indignamos más por una pizza que viene con un insecto, al punto de que la empresa sienta vergüenza y cierre el negocio, que por empresas que abusan de sus trabajadores. Hemos visto noticias de jóvenes sorteando sus autos por no tener cómo costear la enfermedad de su pariente. Y no ha pasado nada.
Perú y Sudáfrica tienen un PBI per cápita similar. Aunque el país latinoamericano tiene un mejor puntaje en el Índice de Progreso Social, elaborado por el Social Progress Imperative, en la dimensión de Oportunidades de ese mismo índice, el país africano le lleva ventaja. Otro dato interesante es que en la dimensión de Libertad de Elección, Sudáfrica está en el puesto 45 mientras que el Perú está en el 108. En otras maneras, de alguna de manera, todavía vivimos un Apartheid peruano. Uno invisible que en estas elecciones se ha legitimado aún más.
Está claro que necesitamos un cambio. Pero en vez de atrincherarnos en nuestros polos, debemos estirar la mano y apoyarnos uno a uno, para salir del hoyo. Es el único milagro que necesitamos en Perú para romper con el mito de Sísifo y nuestra condena del eterno retorno.
[1] Kahan, Adam. La planificación transformadora de escenarios. Comisión Nacional de Derechos Humanos, México, 2016.
Sobre la autora
Alexandra Ames Brachowicz es politóloga. Actualmente es jefa del Observatorio de Políticas Públicas de la Universidad del Pacífico de Perú.
Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.