Una compra frustrada y una relación rota. ¿En qué fallamos al diseñar la experiencia?

¿Viste cuando te das cuenta de que una relación no va más? ¿Que el otro no te tenía en cuenta? ¿Que ni te miraba? ¿Que eras el único que estaba tirando del carro, el único que apostó y apostó … y que el del otro lado realmente no puso nada de su parte?

Ese es el día que pensás: Nunca más voy a volver a comprar en este lugar. Nadie de mi familia va a comprar ahí. Calificaré mal a la marca. Hablaré mal de mi experiencia una y otra vez. Ese es el día en el que nace un detractor.

La historia de la plancha, protagonizada por mi socio, Sebastián, es una historia pequeña, parecida a muchas que seguramente tengas guardadas en la memoria. De hecho, se que ya viviste casos similares. Todos tenemos una o muchas anécdotas de este estilo.

Miremos este relato con el propósito de reflexionar sobre cómo las compañías diseñamos y operamos la experiencia que ofrecemos. Porque hay algo cierto: la experiencia de tus clientes y clientas será diseñada, o no será buena.

Es miércoles 7 de agosto del 2013. Hace un rato, a Sebastián se le rompió la plancha. Son las 4 y media de la tarde, y siendo que mañana tiene que conducir un workshop y dar clases, desde la mañana hasta la noche, necesita que sus camisas estén planchadas.

Lo primero que hace es hacer una búsqueda de producto desde el teléfono. En su corta, pero bien llevada investigación, descubre el tipo de plancha que quiere. Aprende las características precisas del equipo que necesita: base cerámica, rociador frontal, golpe de vapor, selector de tejidos, cable 360 y superficie auto-clean. También, decide cuáles son las marcas que le interesan y la franja de precio que está dispuesto a pagar. Evalúa las ventajas entre modelos y mira qué tienda de electrodomésticos queda cerca de su casa. Se decide a visitar la cadena de retail que más conoce, una que lo tiene de cliente desde sus 21 años.

Son las 5 y 30 de la tarde y Sebastián llega a la tienda, ya sabiendo lo que quiere y con la información de que en el local tienen lo que está buscando. Igualmente, decide que no le vendría mal una opinión experta. Se acerca a uno de los vendedores:

  • “¿En qué lo puedo ayudar?”, le dice el vendedor.
  •  “Vengo a comprar una plancha”, responde Sebastián.

Antes de que pueda empezar a darle los detalles del producto que busca, el vendedor desganado señala con un ademán la góndola en donde hay planchas, da media vuelta y se une a conversar con un colega.

El mensaje era claro: “Auto-atiéndete”.

Sebastián no está contento. Engulle la bronca y piensa: “Si hubiera venido por un televisor, esto no me pasaba”. Busca el celular y se descarga en Twitter. Recuerda que otras veces, al comprar artefactos mayores, como la heladera o el lavarropas, en ese mismo lugar lo habían tratado muy bien. Es cliente de esta marca hace casi 20 años. Está seguro de que él debería recibir tratamiento V.I.P., pero no lo está obteniendo.

Sebastián elige su plancha sin ayuda. Se siente abandonado y sin la asistencia que hubiera necesitado. Aun así, selecciona un modelo, consigue que un vendedor le cargue la operación y se dirige a la caja a pagar.

Mientras hace la fila para retirar el producto, reflexiona: desde que llegó a la tienda ya pasó por cuatro instancias de atención: el vendedor del inicio, el que le cargó la venta, el que le cobró y ahora, finalmente, el que le entregará el producto. Se pregunta si no hay una manera más simple de hacer este proceso. Lleva 40 minutos en el lugar y sigue esperando.

El empleado de despacho, al que le dio la factura de compra, regresa del depósito con la plancha. Sebastián mira atónito: la caja del producto está visiblemente dañada, tiene una especie de corte que, como un hachazo, la daña. “Es imposible que la plancha esté intacta”, piensa.

Además, la caja muestra signos de haber sido abierta antes. Como sea, Sebastián ya no quiere esa plancha: detiene al empleado y le pide que le traiga otra.

Minutos después el empleado vuelve con malas noticias. “No hay otra”, le dice, mientras sostiene en sus manos el producto de la caja rota. Es esta o esta. No le pide disculpas, simplemente espera que Sebastián la acepte.

Y es ahí cuando nace el detractor. El momento en el que este cliente decide terminar la relación.

Sebastián pide reversar la operación de compra.

Le toma varios minutos desandar el proceso, tiempo que utiliza para escribir una enfática reseña en la página de Facebook de la cadena y tuitear con enojo. Finalmente, sale de la tienda y se dirige inmediatamente a otra, siendo que su necesidad aún está sin resolver.

A pasos del local del episodio y ya casi en el horario de cierre, Sebastián entra en otra cadena de retail. Ahí, lo dirigen hacia Fernando, el especialista en mini-electrodomésticos. Este vendedor pacientemente le explica las características de diferentes planchas que aplican a su búsqueda, ofreciéndole una mejor que la que Sebastián tenía en el radar originalmente. Adquiere el producto, que tiene más tecnología y un mejor precio del que había pensado. Sebastián paga y retira el producto sin inconvenientes. Se lleva su plancha y un nuevo lugar de destino para sus compras, de ahora en adelante.

Esta historia, como tantas, tantas otras, da cuenta de una experiencia mal diseñada o no diseñada en absoluto.

Es inevitable preguntarnos qué oportunidades se perdió esta marca. ¿Por qué no pudo identificar la presencia en la tienda y luego la compra de un cliente de 20 años? ¿Por qué no midió la experiencia de un cliente enojado, incluso sabiendo que la operación se había reversado?  ¿Por qué no detectó que un cliente frecuente se perdió, al pasar el tiempo, siendo que Sebastián nunca más volvió a comprar en el lugar?

También es fundamental pensar acerca de cómo se puede resolver, puertas adentro, este problema de diseño; qué tecnologías, herramientas, hábitos y procesos necesita implementar esta empresa para evitar que cosas como esta sucedan.

La experiencia es el producto de las percepciones que un cliente o una clienta tiene después de interactuar racional, física, emocional o psicológicamente con cualquier parte de una empresa.

Esto quiere decir que, cada uno de nosotros, en cada interacción con las marcas, productos o servicios- no importa cuán grande o pequeña sea esa interacción-, registra en la memoria – de manera consciente o no – una impresión de lo que pasó en dicha interacción.

La sumatoria de estas percepciones hace que, como cliente de una determinada marca, me sienta de manera positiva o negativa respecto de esta.

El espacio que ocupa una marca, producto o servicio en mi mente como cliente es el posicionamiento. Es claro entonces que las percepciones afectan y determinan esta idea, este posicionamiento. Diseñar para que las percepciones que mis clientes tienen sean buenas es nuestra responsabilidad.

Sobre la autora

Anita Figueiredo es especialista en marketing. Es fundadora y socia gerente de la consultora argentina Proteína y profesora de la Universidad Torcuato Di Tella.

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.