Contrario a lo que se cree, cuando se expanden las libertades políticas y conómicas es cuando más suele haber terreno fértil para la protesta social. ¿Por qué?
La caída de la cortina de hierro es quizá la transformación más profunda que cualquier movimiento civil ha traído en la historia de la humanidad. Un sistema que controlaba meticulosamente todas las esferas de la vida de cientos de millones de personas colapsó en cuestión de meses, luego de una serie de protestas que pasarían a la Historia como las Revoluciones de 1989. Y aunque es difícil exagerar la magnitud histórica de este evento (y quizá esto motivó a Francis Fukuyama a etiquetarlo como “el fin de la Historia”), éste ha pasado al olvido en el imaginario colectivo y, con él, sus gigantescas enseñanzas.
Una de las enseñanzas que deberíamos recordar hoy es que el origen de la protesta social suele venir de los lugares menos esperados. En particular, contrario a lo que piensan muchos de los activistas juveniles en la actualidad, la expansión de las libertades políticas y económicas (y no su contracción) suele ser el terreno más fértil para el surgimiento de los movimientos populares.
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Aunque nadie pudo predecir que algo como las Revoluciones de 1989 sucederían, sus antecedentes siempre fueron bastante claros. Los movimientos populares en Alemania Oriental en 1953, Hungría en 1956, y Checoslovaquia en 1968, los cuales amenazaron la influencia soviética en estos países, fueron los puntos de referencia de toda protesta que surgiría luego en la región. Estos movimientos, que eventualmente recordaríamos con líricos nombres como el Otoño Húngaro y la Primavera de Praga, germinaron en el contexto del Deshielo de Jrushchov, un periodo en el que la extrema represión política típica del estalinismo se relajó, abriendo espacio a expresiones menores de disidencia en el bloque soviético.
Es decir, estos movimientos revolucionarios no se dieron en el pico de la represión del régimen, sino en el valle de ella. Lastimosamente, a pesar de la menor represión relativa, el fin de estas primeras protestas fue trágico. Todas ellas fueron completamente aplastadas por tropas del Pacto de Varsovia, dejando cientos de muertos y cientos de miles de refugiados en cada uno de estos países.
La cruel represión de estos movimientos y el posterior incremento del autoritarismo bajo la administración de Brézhnev en el Kremlin llevó a la ausencia absoluta de protestas por décadas. En parte, por esto las Revoluciones de 1989 fueron tan difíciles de predecir. Nadie se imaginaba que, ante la vívida memoria de la crueldad con la que fueron combatidas las protestas previas, alguien se atreviera a seguir dicho camino. Esto cambió con la llegada de Gorbachov al poder y sus esfuerzos por ofrecer mayores libertades políticas y económicas. Las protestas iniciaron también en la periferia. Las tímidas movilizaciones iniciales se convirtieron rápidamente en masivas protestas a lo largo y ancho del bloque una vez la población reconoció que Moscú no intervendría violentamente para contenerlas.
De nuevo, las protestas surgieron en el valle, no en el pico de la represión.
Esta no es una particularidad del caso soviético. Basta pensar en los regímenes más autoritarios hoy para reconocer que en estos lugares la protesta popular es prácticamente inexistente. Los tempranos brotes de disidencia son aplastados rápidamente por fuerzas armadas convencionales y poco de ello se conoce en el exterior porque la prensa está altamente censurada por el régimen. Entonces, aunque sean los lugares donde más se necesitan, los regímenes autoritarios son los suelos menos fértiles para el surgimiento de los movimientos populares. Más bien, los regímenes más abiertos son aquellos lugares donde estos movimientos emergen y prosperan más exitosamente.
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Aunque esto parezca obvio, es algo que vendría bien tener más presente en el contexto latinoamericano, donde la izquierda ha llegado recientemente al poder en países como Chile y Colombia sobre el discurso de que las multitudinarias protestas de los últimos años evidenciaban que los gobiernos previos eran unas dictaduras. Aquel discurso era claramente erróneo, y el arribo pacífico y sin contratiempo de los nuevos gobiernos lo ha demostrado, al igual que la continuidad de las protestas en Chile, donde ni siquiera la creación de una asamblea constituyente hiperdiversa parece calmar la insatisfacción de las masas.
En la región tenemos que abandonar la idea de que si nuestros países no son como Noruega es porque existe un gobierno ilegítimo y antidemocrático. Nuestros referentes de estabilidad social no pueden ser mundos utópicos donde no hay sufrimiento o injusticia alguna. Nuestros referentes deben ser sociedades similares a las nuestras, con aparatos productivos y burocracias estatales parecidas a las nuestras. El idealismo no hará otra cosa más que depredar las mejoras logradas en las últimas décadas y cualquier posibilidad de mejoras viables en el futuro.
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LinkedIn: Javier Mejía Cubillos*
*El autor es Asociado Postdoctoral en el departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Stanford. Ph.D. en Economía de la Universidad de Los Andes. Ha sido investigador y profesor de la Universidad de Nueva York–Abu Dhabi e investigador visitante de la Universidad de Burdeos.
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