Que Roma no haya colapsado en un día, a pesar de profundas amenazas, es una moraleja útil hoy para Colombia.
Roma no se construyó en un día. Aunque no tenemos del todo claro cuándo se puso su primera piedra—la evidencia arqueológica sugiere que quizá 14.000 años atrás—sí sabemos que, incluso luego de la consolidación como centro de la comunidad latina, pasaron muchos siglos para que llegara a ser el corazón económico y político del Mediterráneo.
Más interesante, sin embargo, creo que es pensar cuánto tiempo se tomó Roma en colapsar. Y aunque los saqueos de la ciudad por parte de los visigodos y vándalos en el siglo V han llevado al imaginario de un colapso repentino; cuando estos sucedieron, Roma llevaba siglos en declive. Al menos desde la muerte de Marco Aurelio, en el año 180, las cosas habían empezado a marchar mal en el Imperio. El sistema urbano propenso a la propagación de enfermedades, el creciente peso del ejército y las dificultades para manejarlo, los impuestos cada vez más altos, la creciente intervención del Estado en la vida económica y social fueron progresivamente deteriorando la estabilidad del sistema.
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Sin embargo, la inercia de la institucionalidad, creada durante siglos, mantuvo el aparato estatal funcionando por mucho tiempo. Aquella institucionalidad eran cosas concretas, como el sistema tributario, la burocracia local, el régimen monetario, etc. Cosas que estaban soportadas en organizaciones con hábitos y prácticas profundamente interiorizadas. Entonces, a pesar de que día a día había retos nuevos, por generaciones, aquellas organizaciones ofrecieron protocolos para resolverlos, así fuera parcialmente. Esto, sumado al arribo esporádico de grandes talentos que introdujeron innovaciones al sistema (piénsese en el liderazgo de figuras como las de Diocleciano o Constantino I), mantuvo el Imperio a flote por siglos.
Que Roma no haya colapsado en un día, a pesar de profundas amenazas, es una moraleja que considero útil hoy en Colombia, cuando la ansiedad catastrofista embriaga a muchos sectores de la sociedad.
En particular, es algo que creo que aquellos preocupados por la economía debemos reconocer. Porque, aunque es claro que el nuevo gobierno nacional ha descartado sus propuestas de campaña más desquiciadas—e.g. forzar la distribución de dividendos, detener por completo la explotación petrolera, hacer una reforma tributaria que recaudara 50 billones de pesos— también es claro que su política sí seguirá ese espíritu improvisado, ingenuamente ambientalista, y poco amigable con el empresariado que tantos temíamos. Esto lo evidencian las afirmaciones de la nueva ministra de minas y energía respecto a las intenciones de restringir la exploración de gas, las cuales pondrían en serio peligro la seguridad energética del país; y el proyecto de reforma tributaria, el cual, bajo la formulación actual, genera una presión excesiva sobre los dueños de empresas.
Para muchos, eso indica el arribo inmediato de calamidades sin precedentes al país: cierre generalizado de empresas, salidas masivas de capital, aumentos de precios de la energía, incrementos del desempleo y la informalidad, depreciación de la moneda, y colapso de las finanzas del Estado son cosas que le están quitando el sueño a muchos.
Yo soy menos alarmista, al menos en el corto plazo. No lo soy porque minimice los impactos negativos de aquellas políticas. Todo lo contrario. Mi lista de preocupaciones es bastante más larga. No obstante, creo que las consecuencias negativas de estas políticas tomarán bastante más tiempo en ser visibles de lo que la mayoría cree.
Los invito a pensar, por ejemplo, en el riesgo de una crisis fiscal. Es cierto que el déficit que recibe el gobierno actual es extraordinariamente alto para la historia reciente del país. También es cierto que este, seguramente, crecerá en los próximos años, ya que la reforma tributaria propuesta es bastante modesta en términos de recaudo y los ingresos petroleros no deberían aumentar en un contexto de poca simpatía hacia el sector.
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Sin embargo, la buena reputación que Colombia ha construido por décadas en los mercados internacionales hace posible financiar ese déficit con deuda por varios años más. Colombia, en un escenario realista, podría perfectamente llegar a tener una deuda gubernamental cercana al 75% del PIB (eso son, por ejemplo, los niveles de Argentina hoy) antes de que las finanzas del Estado implosionen. Esto, ciertamente, sería una pésima idea en el mediano y largo plazo, las condiciones de crédito a las cuales el Estado colombiano estará expuesto serán cada vez peores, lo cual agravará aún más el déficit mismo. Además, aquella reputación construida por décadas, eventualmente, se deteriorará y reconstruirla será terriblemente costoso. Sin embargo, estos costos tomarán tiempo en concretarse y, de nuevo, el timing de las consecuencias importa mucho.
Infinidad de cosas sucederán entre las decisiones del gobierno y el momento en el que la sociedad sea consciente del deterioro profundo de las condiciones económicas. Para ese momento, la opinión pública estará sumergida en interminables discusiones acerca de las verdaderas causas de aquel deterioro y no tendremos otra cosa que una sociedad aún más divida.
Entonces, entender que las catástrofes no sucederán pronto no es un mensaje para reconfortar a aquellos angustiados. Es justamente lo opuesto, es un mensaje para hacerlos conscientes de lo mucho peor que puede ser todo en el largo plazo si estas medidas se consolidan. Esto hace esencial cada gramo de oposición, en particular durante los próximos meses, donde la calma que vendrá con el rezago de los perjuicios generará mayor simpatía por aquellas políticas.
Contacto
LinkedIn: Javier Mejía Cubillos*
*El autor es Asociado Postdoctoral en el departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Stanford. Ph.D. en Economía de la Universidad de Los Andes. Ha sido investigador y profesor de la Universidad de Nueva York–Abu Dhabi e investigador visitante de la Universidad de Burdeos.
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