Acabar con la desigualdad es un proceso gradual porque interfieren en ella aspectos como la generación de riqueza individual. ¿Por qué?

Un elemento recurrente en mis columnas es el fastidio hacia la simpleza y emotividad con la que se suelen dar las discusiones sobre desigualdad en la opinión pública. Esta forma de abordar el asunto lleva a ignorar los profundos dilemas morales y los difíciles retos prácticos que suelen haber detrás de él. Hoy, quisiera ilustrar eso de la forma más sencilla posible.

Quiero proponerles que piensen en mundos con diferentes reglas distributivas donde viven Ana y Juan. Vean la Tabla 1 y discútanla con sus allegados. ¿Cuál mundo preferirían ustedes? ¿Cuál preferirían ellos? ¿Por qué?

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El primer mundo es uno con perfecta igualdad económica. Digamos que tanto Ana como Juan ganan 1. 000 dólares al mes. Este es un mundo que los defensores de la igualdad encontrarían lleno de virtudes. Toda acumulación de privilegios producto de aleatoriedades contemporáneas o ancestrales desaparece. El género, raza, origen social, etc. de Ana y Juan resulta irrelevante a la hora de determinar su posición económica.

Pensemos ahora en un segundo mundo, uno en el que Ana sigue ganando 1.000 dólares, pero Juan pasa a ganar $8.000. Muchos pensarán que este es un mundo mejor. Después de todo, en este mundo nadie gana menos. Ana gana lo mismo que antes y Juan gana bastante más ¿Por qué habría de ser ese un mundo menos deseable que el primero?

Bueno, algunos pueden argumentar que, aunque Ana gane lo mismo que en el primer mundo, la brecha de ingresos respecto a Juan hace su vida más difícil en el segundo mundo. Por un lado, ganando 8 veces más que Ana, Juan puede acceder a muchas cosas que Ana no. Algunas de estas cosas serán banalidades, como viajes o cenas en restaurantes lujosos, pero muchas otras han de ser cosas que consideramos esenciales en la dignidad humana, como mejor salud o educación.

Por otro lado, quizá el mayor poder económico de Juan, eventualmente, se traduzca en un mayor poder político que le permita convertir al segundo mundo en un tercer mundo donde él podrá apropiarse de parte de los ingresos de Ana. Digamos que en ese tercer mundo Juan se apropia de la mitad de los ingresos de Ana, ganando él $8,500 en total y ella $500.

Este tipo de argumentos en contra del segundo mundo, que suelen hacerse populares en contextos donde las brechas de riqueza se amplían, suelen respaldar políticas redistributivas. En nuestro experimento mental, esos argumentos pedirían la llegada de un cuarto mundo, en el que tanto Ana como Juan se distribuyeran la riqueza total, ganando cada uno $4.500 al mes. Quizá ustedes han pensado que este mundo luce bien, puesto ambos ganan bastante más que en el primer mundo, pero logran mantener perfecta igualdad ¿Qué de malo podría tener este mundo?

Muchas cosas, dirían algunos. Para empezar, tomar la mitad de los ingresos de Juan para dárselos a Ana es en sí mismo reprochable, al igual que parecería serlo el tomarle la mitad de los ingresos a Ana para dárselos a Juan en el tercer mundo. Más importante aún, sin embargo, es pensar que quizá nunca exista algo tal como ese cuarto mundo, puesto que los incentivos que Juan tiene para generar riqueza no son los mismos en éste como en el segundo mundo.

Es decir, aunque aquí hablamos de la riqueza como si cayeran del cielo, en la vida real ésta se construye, no se genera espontáneamente. En la práctica, para que Juan genere 7.000 dólares que antes no existían, ha debido hacer algo—e.g. crear una empresa, trabajar más horas. Si él es consiente que lo han de forzar a entregar la mitad de esos 7.000 dólares a Ana, quizá prefiera esforzarse menos, lo que terminaría generando un mundo con menos recursos.

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Este ir y venir de argumentos podría continuar por páginas y páginas, pero confío que el punto sea claro ya. Incluso en un contexto donde las personas no son malas o estúpidas, las cuestiones distributivas no son triviales moralmente, porque el mejorar a alguien suele implicar afectar a alguien más. Tampoco son triviales prácticamente, porque la distribución de la riqueza no es independiente de su generación y la voluntad y deseo de beneficio individual suelen ser una pieza fundamental en ese proceso. Ignorar estas dificultades no hace más que generar tensiones en la sociedad y disfuncionalidades en el aparato productivo.

La desigualdad no es un virus extraño a nuestro organismo. No se puede eliminar siguiendo un tratamiento prestablecido. La desigualdad es un atributo de nuestro cuerpo, como nuestra masa muscular. Por supuesto que se puede reducir o aumentar con cambios estructurales en nuestro estilo de vida. Sin embargo, este es un proceso gradual y acotado. Y, más importante aún, no es obvio cómo definir cuáles son los niveles que deseamos, ya que esto depende de nuestros ideales y de nuestra disposición para asumir los costos de acercarnos a ellos.

Contacto
LinkedIn: Javier Mejía Cubillos*
*El autor es Asociado Postdoctoral en el departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Stanford. Ph.D. en Economía de la Universidad de Los Andes. Ha sido investigador y profesor de la Universidad de Nueva York–Abu Dhabi e investigador visitante de la Universidad de Burdeos.

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