Conmemorando el Día del Idioma, aprovechemos para examinar cómo las expresiones adquieren significados propios en el juego del capital.
Desde la perspectiva social, la comunicación siempre ha sustentado el dinamismo humano. El desarrollo y la evolución que se han conquistado desde la aparición del homo sapiens siguen avanzando desde la semilla del lenguaje, desde ese cúmulo de recursos para enviar y recibir información, por supuesto en un contexto bastante intrincado.
El lenguaje ha surgido de los acuerdos específicos dentro de cada cultura. Aunque sean apenas abstracciones, las palabras y sus significados han cohesionado a los grupos humanos, los han fortalecido y les han permitido salvaguardar lo que estos consideran la base de su convivencia y sobrevivencia. Por eso, manipular, distorsionar o, inclusive, aniquilar una lengua, de manera directa es producir los mismos efectos en quienes la usan: la desaparición de una lengua es también la extinción de una cultura.
Desde otra mirada, en diversos campos del conocimiento y en una multiplicidad de sectores sociales se emplea una misma lengua. Sin embargo, dentro de estos, a su vez, continúa fortaleciéndose una singularidad en los recursos expresivos. ¿Acaso no nos confundimos al escuchar una conversación cuando varios médicos tratan de diagnosticar una enfermedad? ¿Quedamos en el vacío frente a los diálogos de ingenieros electrónicos cuando tratan de precisar el funcionamiento de un complicado artefacto? A menos, claro, que seamos médicos o ingenieros electrónicos.
Ahora, ¿qué sucede si se aplican procedimientos similares en la economía, donde caben las finanzas, la banca, la mercadotecnia, la contabilidad, la gerencia, la publicidad, los emprendimientos, el mundo corporativo…? Allí, la conocida expresión “hablar el mismo lenguaje” toma fuerza, porque desconocer los códigos de una lengua o del tratamiento particular de esta es quedarse rezagado. El resto de los mortales, aquellos que han transitado por rumbos diferentes al espacio de la economía, aún se preguntan por la manera de asimilar la contradicción “crecimiento cero”. Sin embargo, para un amplio sector de la economía estas dos palabras juntas se entienden de manera simple y cotidiana; para el ciudadano de a pie, en cambio, debe traducirse más o menos como “sin ganancias”.
Pasando al entorno comercial directo, en que el trato entre vendedores y compradores determina el triunfo de uno u otro, de nuevo les aparecen muchas preguntas a los desprevenidos civiles: ¿por qué en el anuncio decía “gratis” y, a pesar de eso, los compradores sí pagaron?, ¿cambiaron “pagar” por “cancelar” porque “pagar” es una grosería? Si le digo al camarero que “cancelo” cinco almuerzos, ¿él cómo entiende que ya no deseo esos almuerzos o que pretendo pagar por estos? ¿“Incluimos el servicio en la cuenta” significa que quieren propina? ¿Eso de “aplican términos y condiciones” se refiere a que falta mucha información en los anuncios de la publicidad?
Deducir el motivo principal que lleva a retocar el lenguaje es fácil, y surge del último objetivo de la economía: la rentabilidad. Los eufemismos, que son el maquillaje de las palabras, de ese recurso para suavizar el efecto de algunos términos, también contribuyen a obtener ganancias. El periodista español Álex Grijelmo califica como una de las mejores metáforas “el comportamiento de los precios”. Como los niños –dice Grijelmo–, los precios pueden ser buenos o malos, y las responsabilidades deben dirigirse hacia los precios y no contra el comportamiento de quienes los fijan, los seguidores de Poncio Pilatos.
El lenguaje de la economía se usa dependiendo de las circunstancias y, sobre todo, del destinatario de los mensajes. Si el receptor es un ciudadano común, las palabras deben cautivarlo y acariciarlo con las letras o con los sonidos modulados a fin de persuadirlo, porque casi siempre este es el mismo consumidor; es decir, él es el origen de la rentabilidad. En cambio, si quien recibe la información ya es un conocedor del mundo de la economía, se acude al lenguaje encriptado, como en una logia, para que solo unos pocos elegidos comprendan los mensajes y asuman una condición de alerta ante las posibles amenazas contra las ganancias. A nadie extraña, entonces, que las publicaciones sobre economía resulten muy aburridas para el pueblo.
Por eso, para los expertos va el IPC, un esqueleto semántico que para otros no lleva nada de carne. Y para los aprendices, se acude, por ejemplo, a “excedentes empresariales” para esconder los “beneficios económicos”; no obstante, casi siempre los “excedentes” se toman como “sobrantes” para deshacerse de estos, pero los conocedores, muy sacrificados ellos, asumen con mucha paciencia esa carga, la de los excedentes.
En el sector privado, “invitan” con frecuencia a miles de millones de clientes en todo el mundo a participar de una variedad de ofertas, tanto de productos como de servicios; pero, la ingenuidad y la novatada impiden descubrir cómo han cambiado las invitaciones, porque ahora en estas hay que pagar. Y si se quiere impresionar a aquellos que consideran de mayor calidad alguna mercancía porque se anuncia en una lengua distinta, está brotando con fuerza el “sale”, como si en español no valieran la oferta, la ganga, el descuento, la promoción, la rebaja. Los más cándidos preguntan: “¿qué cosa sale de aquí, señor?”.
En la administración pública, el lenguaje también es una víctima frecuente. El que fue Ministerio de Guerra en Colombia sonaba muy “belicoso” y por eso se convirtió en Ministerio de Defensa; también al espionaje hoy se le califica de “inteligencia”. En el sector de la salud, las enfermedades se denominan ahora “patologías”; cuando se dice que un paciente no resistió o soportó una cirugía, se intenta opacar la fuerza que lleva la palabra “murió”; además, nombran “residuos sólidos” a la basura, aunque también aparezcan entre esta los líquidos o las sustancias gelatinosas, las que, obviamente, no son muy sólidas.
Así, ante este somero panorama, es fácil comprobar cómo aumentan los dividendos del lenguaje cuando se invierte en las acciones para dominarlo.
Por: Jairo Valderrama*
*El autor es Doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Austral (Argentina) y profesor de la Facultad de Comunicaciòn de la Universidad de la Sabana (Colombia).
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