La colapsología es también el análisis del greenwashing, porque las falsas soluciones o las simulaciones hacen parte de discursos que pretenden mantener el estado de las cosas con un pequeño barniz de sostenibilidad.
Quienes tengan la oportunidad de ver el último video de Johan Rockström, uno de los científicos más importantes de los últimos tiempos, saldrán aterrorizados: su descripción de las conexiones climáticas entre los polos norte y sur del planeta, y los cambios que están sufriendo, son suficientes para no querer levantarse más. Sin embargo, el propósito de su trabajo no es hacer de Cassandra entre los troyanos; es plantear el tamaño de los retos que debe afrontar la humanidad si no quiere causar un verdadero colapso planetario.
La Academia de Ciencias de los Estados Unidos y el World Economic Forum también han lanzado este año alarmas drásticas acerca de los riesgos que corremos si ciertos parámetros de nuestra operación no cambian urgentemente, analizando en detalle probabilidades y narrativas de la transformación ambiental de la Tierra, un planeta que ya no reconocemos porque la humanidad contemporánea ya no habita dentro de los umbrales ecológicos que la vio nacer. Pero también anuncian los pasos y procesos involucrados en la atención a los desastres que estamos provocando, algo que no se vende bien en los periódicos o en la arena electoral, donde siempre es mejor hablar de tragedias e identificar culpables que construir soluciones.
La colapsología, como denominamos hoy al análisis de los discursos apocalípticos, nos ayuda a revisar las narrativas del desastre y sus efectos en las decisiones colectivas, hábilmente manipuladas por los genios del mercadeo en aras de atemorizar electores o redireccionar inversiones y patrones de consumo: de ahí el tsunami de noticias falsas por todas partes, resultado del trabajo concienzudo de los forjadores del caos. Como con las guerras, siempre provocadas por minorías a quienes conviene el conflicto para mantenerse en el poder.
Parte de la colapsología es también el análisis del greenwashing, porque las falsas soluciones o las simulaciones hacen parte de discursos que pretenden mantener el estado de las cosas con un pequeño barniz de sostenibilidad. El anuncio de probabilidades de caos es parte de una narrativa que puede ser paralizante e inútil si no se coteja con las capacidades adaptativas que ha desplegado la misma humanidad durante su historia, y que el mismo Yuval Harari reconoce como la mejor fuente de esperanza, dada su complejidad. Le preocupa más, con razón, el mal uso de la inteligencia artificial que las emisiones de CO2. Paradójico, porque sin IA probablemente no tendremos tiempo de resolver la crisis climática. Lo que hay que decir a las empresas y los inversionistas es que buena parte de su EBITDA deberá reinvertirse en soluciones a la crisis climática y de biodiversidad, y a los accionistas, que está más en su interés la supervivencia que la rentabilidad. Pero lo mismo a los gobiernos y comunidades, miopes los unos por su limitada acción temporal, las otras, por su presencia espacial. Si bien no hay cómo comprar más seguridad en un planeta azotado por una inestabilidad que destruye la infraestructura y capacidades productivas que en algún momento fueron parte de su inversión para generar prosperidad, tampoco es factible atrincherarse y esperar ingenuamente que las prácticas ancestrales van a resolver la supervivencia de 3.000 millones de personas mayores, la población que económicamente estará inactiva en el planeta para el 2050, sin expectativas de reemplazo: las mascotas de hoy no aportan a las pensiones de mañana.
Tenemos el conocimiento, los recursos financieros, las instituciones, nos dice la comunidad científica. Sabemos que la adaptación a la crisis climática nos convertirá en una humanidad muy diferente a la de ahora, y vemos en los jóvenes su reclamo para dejarlos ser, un aspecto indispensable si queremos invocar sus capacidades creativas e innovadoras: ese es el verdadero reto.
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