Cinco décadas después de los Juegos Panamericanos de 1971, la COP-16 nos presenta una oportunidad irrepetible de construir un relato compartido de ciudad a partir de un valor extraordinario y que es de todos.

Muchos colombianos de mayor edad recuerdan como un hito significativo la realización en Cali en 1971 de los únicos Juegos Panamericanos desarrollados en Colombia. Montar exitosamente el evento deportivo más grande que se haya llevado a cabo en el país, con un extenso plan de obras públicas, era testimonio de la pujanza de una Cali que desde los 40 había crecido como ninguna otra ciudad colombiana. Esa época fue una especie de “trente glorieuses” a la criolla, vinculada, vía la inversión extranjera, a ese célebre período de expansión acelerada de las economías europeas y norteamericanas en la posguerra.     

Lo que pocos saben es que 1971 también marcó el comienzo del fin de una era para Cali. Ya era evidente que el modelo de sustitución de importaciones (clave del auge caleño por la obligación a empresas internacionales de producir en Colombia para vender en el país), comenzaba a hacer agua. América Latina, que había logrado una primera industrialización exitosa bajo ese modelo, se estaban viendo a gatas para dar el salto hacia la producción de bienes de capital y la incorporación de conocimiento de punta en sus cadenas productivas. En la esfera política, ese año hubo múltiples protestas contra un modelo sociopolítico que, aunque exitoso en muchas dimensiones, resultaba excluyente (los principales cargos públicos eran nombrados “a dedo” entre figuras del establecimiento).

Aunque la inercia de los “treinta gloriosos” duró hasta principios de los noventa, la apertura económica aunada al surgimiento del coloso industrial chino, el apogeo del narcotráfico y la violencia guerrillera, malas escogencias electorales y las crisis Latinoamericanas de principios de los 80 y fines de los 90, contribuyeron a expulsar capacidades productivas y capital humano calificado de la ciudad. Ésta, aún adolescente, se sumió en una crisis larga en la que cambió la composición de su población, por la llegada de migrantes de regiones vecinas mucho más pobres, se perdió una cultura cívica considerada ejemplar y la cohesión social resultó esquiva.

Cinco décadas después, la COP-16 nos presenta una oportunidad irrepetible de construir un relato compartido de ciudad a partir de un valor extraordinario y que es de todos. Cali es un prodigio de la biodiversidad: arranca debajo de los 1.000 metros sobre el nivel del mar y termina en el Parque Nacional Farallones a 4.100, tiene 561 especies de aves (más que Alemania), y la surcan 7 ríos. Además, el Valle es líder en bioeconomía: #1 en bioenergía, biocombustibles y papel verdes y reciclaje de cartón, potencia en agroindustria, alimentos, farmacéutica y cosmética, y con grandes capacidades de investigación en CIAT, Cenicaña y 5 universidades de alta calidad.

Debemos aprovechar este singular momento para dibujar en conjunto la Cali y el Valle que queremos, más verdes, pero también más prósperos y equitativos. ¿Qué tal comprometernos a que toda la producción agrícola en el Valle sea orgánica y sostenible para 2040? ¿A limpiar el río Cauca? ¿A recuperar la Laguna de Sonso? ¿A establecer grandes corredores de biodiversidad entre las cordilleras? ¡No le fallemos al futuro!

Por: Esteban Piedrahita
Rector Universidad Icesi.

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