La universidad, aunque provee experiencias valiosas, no es un 'segundo hogar' y tener la visión de que sí lo es podría ser perjudicial. ¿Por qué?
Yo he pasado toda mi vida adulta en universidades. He hecho todo lo que uno puede hacer en ellas. He estudiado, investigado, y enseñado. También he desempeñado labores administrativas. Lo he hecho en América Latina, Europa, EE. UU., y el Medio Oriente; en universidades públicas y privadas, pequeñas y grandes. Y a pesar de la gran heterogeneidad de estas experiencias, en todas y cada una de ellas, mis compañeros siempre han dicho que la universidad es su segundo hogar.
Esta visión de la universidad como el lugar donde se vive me parece completamente entendible. Desde el punto de vista experiencial, las universidades son organizaciones como pocas. El gran número de horas que uno pasa en la universidad, la amplia fluidez de las interacciones que allí se tienen, y el diverso tipo de actividades que uno realiza en ella es solo equiparable a la experiencia de estar en la casa de uno.
Sin embargo, aunque entendible, estoy convencido de que esta visión de la universidad como la casa de uno, junto al extraordinario sentido de pertenencia que conlleva, es equivocada y perjudicial. Las universidades no solo no son la casa, sino que tampoco le pertenecen a sus estudiantes, profesores, o egresados.
Para empezar, las universidades privadas, aunque frecuentemente reguladas, es claro que le pertenecen a sus accionistas; en ellas se hace, fundamentalmente, lo que ellos desean. Los estudiantes y empleados de estas universidades no tienen una influencia mucho mayor en el manejo de ellas de la que tienen los usuarios y trabajadores en cualquier otra firma en otro sector de la economía. Por el contrario, en las universidades públicas, los estudiantes y empleados sí tienen una influencia extraordinaria. Esto, a pesar de que los verdaderos dueños de las universidades públicas somos todos nosotros, la sociedad entera. Y esto no sería un problema si los intereses de los estudiantes y empleados de las universidades públicas fueran idénticos a los de toda la sociedad. Sin embargo, este no suele ser el caso.
La forma más sencilla de pensarlo es la siguiente: Financiar universidades públicas le puede servir a una sociedad por tres grandes razones: i) promueven el progreso tecnológico por medio de la investigación, ii) aumentan la productividad de la fuerza de trabajo a través de la construcción agregada de nuevo capital humano, y, sobre todo, iii) ofrecen oportunidades de movilidad social gracias a que permiten a personas de bajos ingresos acceder a educación. Por supuesto que existen otras cosas que las universidades pueden ofrecer y estas pueden ser prioridades en ciertos contextos. Por ejemplo, las universidades públicas pueden ser un instrumento de cohesión social, donde ricos y pobres se encuentren. También pueden ser un mecanismo de oferta de entretenimiento y recreación o una herramienta de consolidación de valores nacionales. Sin embargo, para estos otros objetivos existen otro tipo de inversiones que son quizá más efectivas—e.j. la construcción de parques y centros deportivos o la ampliación de la oferta cultural. Además, es difícil pensar estos últimos como prioridades en el mundo en desarrollo, donde las sociedades buscan con urgencia generar crecimiento económico y sacar a millones de la pobreza—es decir, traer ii y iii.
Así, la sociedad, al menos en nuestro contexto, ve a las universidades públicas como las avenidas que permiten, con la menor cantidad de recursos, llevar educación de la mejor calidad al mayor número de personas. Con esto, la sociedad espera hacerse más próspera, ofreciendo más oportunidades a aquellos que más lo necesitan. No obstante, esto no parece ser equivalente a la visión de los estudiantes y empleados de aquellas universidades. Los esfuerzos recurrentes de los movimientos estudiantiles y los sindicatos profesorales por interrumpir las clases para promover servicios extraeducativos, limitar la ampliación de cupos, reducir la carga de enseñanza, y aumentar los salarios muestran que estos grupos priorizan la protección de sus intereses sobre objetivos más generales de eficiencia o de acceso a grupos aun fuera de la universidad. Y no quisiera entrar a reflexionar si esto es cuestionable moralmente, simplemente quiero señalar que los objetivos de los grupos de interés dentro de las universidades públicas están menos alineados a los de la sociedad de lo que suele pensarse.
Entonces, quizá la analogía correcta no sea pensar a la universidad como una casa, sino como un bus. Los buses no le pertenecen ni al conductor, ni a los pasajeros. Por supuesto que el dueño de la empresa de buses debe considerar los intereses del conductor y los pasajeros, incluyendo su seguridad y su comodidad. Sin embargo, nadie diría que la ruta del bus debe ser definida a cada instante por las personas que están dentro del bus. Si del conductor se tratara, la ruta sería la más corta y cómoda para conducir, mientras que los pasajeros querrían la ruta que más los acerque a su destino. En cambio, si el Estado es el dueño de la empresa de buses, y quiere hacer lo que más le conviene a la sociedad, diseñará la ruta como parte de una estrategia amplia que le permita a la comunidad desplazarse apropiadamente. Esto incluye pensar no solo en aquellos que ya están dentro del bus, sino aquellos que han de subirse a él en el futuro.
Esta reflexión es esencial a la hora de pensar en los mecanismos específicos de gobernanza de las universidades públicas. Por supuesto que sus rectores deben ser legítimos a los ojos de los miembros de la universidad. Sin embargo, esto no es equivalente a decir que deben ser elegidos por los estudiantes, profesores, y egresados. Son los intereses de la sociedad entera los que deben ser representados allí y eso debe plasmarse en los mecanismos de elección de los rectores y en las herramientas que se les ofrecen para administrar las universidades.
Las universidades públicas no deben ser el segundo hogar para la comodidad de unos, sino el vehículo de progreso para el bienestar de muchos.
Por: Javier Mejía Cubillos*
*El autor es Asociado Postdoctoral en el departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Stanford. Ph.D. en Economía de la Universidad de Los Andes. Ha sido investigador y profesor de la Universidad de Nueva York–Abu Dhabi e investigador visitante de la Universidad de Burdeos.
Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.
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