La "evidencia" es una noción mucho menos precisa y robusta de lo que los defensores de este lema acostumbran a pensar. ¿Por qué se convierte entonces en la que determine el futuro de una política?
A mí siempre me han disgustado las referencias a “las políticas basadas en evidencia”. Me disgustan, parcialmente, por razones personales. “Hacer políticas basadas en evidencia” es el lema favorito de una generación de economistas que ha desdeñado la teoría y ha llevado a la disciplina a terrenos de un profundo reduccionismo empírico donde empieza marchitar. Como lamento el declive de la economía, me desagradan los símbolos de quienes interpreto como los responsables de él. Podría hablar por horas al respecto, pero prefiero no hacerlo hoy.
Quisiera concentrarme en describir las razones no personales de mi disgusto hacia aquel lema.
La primera es de carácter conceptual. La “evidencia” es una noción mucho menos precisa y robusta de lo que los defensores de este lema acostumbran a pensar. Normalmente, cuando alguien dice que se deben implementar políticas basadas en evidencia, suele querer decir: “debería hacerse X, porque hay un artículo académico que muestra que X, en el contexto A, tuvo efectos positivos sobre una dimensión Y”. Eso suele ignorar que detrás de ese artículo académico suelen haber discusiones extensísimas, no solo respecto a la veracidad de sus conclusiones a partir de la evidencia que se presenta en el artículo (i.e. sobre su validez interna), sino también alrededor de la veracidad de esas conclusiones en otros contextos y de los efectos potenciales en dimensiones diferentes a las exploradas en el artículo (i.e. sobre su validez externa).
Para empezar, la validez interna de un producto académico nunca es absoluta. En mis no-sé-cuántos años en el mundo académico, nunca he encontrado una tesis influyente en las ciencias sociales que no tenga críticos férreos serios. Es más, las tesis influyentes también son, de una u otra forma, ideas que critican o contradicen la producción académica previa. En otras palabras, los académicos no somos estos oráculos que develamos “la Verdad”, como muchas personas “del común” suelen pensar.
Somos, más bien, unos artesanos que competimos por producir artículos que sean más aplaudidos que los de nuestros vecinos. Esto, por supuesto, no quiere decir que la Humanidad no aprenda cosas del trabajo académico. Muchos de los criterios que atraen los aplausos a los productos académicos están en línea con la búsqueda de ideas que contribuyen a entender mejor el mundo. El asunto es que, simplemente, las lecciones que la Academia ofrece son más imperfectas y temporales de lo que se cree fuera de ella.
Como si lo anterior no fuera poco, la reflexión sobre la validez externa agrega una dimensión adicional a esta conversación. Incluso si dejamos de lado las discusiones sobre la veracidad del artículo académico en cuestión, el hecho de que aquel pruebe indiscutiblemente que “X es bueno para Y en el contexto A”, no implica que “X sea bueno para Y en el contexto B—el que el hacedor de política quiere intervenir”. Es más, aún si X fuera bueno para Y en el contexto de interés, nada de ello garantiza que no sea malo para alguna otra dimensión Z, ni que las consecuencias negativas en ese frente sean superiores a los beneficios en Y, o que al implementar simultáneamente otra serie de políticas los efectos no interactúen en direcciones opuestas a las deseadas.
Mejor dicho, no tiene sentido hablar de políticas basadas en “evidencia”, porque la evidencia no es una cosa homogénea que cubra todo el planeta sobre la que tengamos perfecta claridad. Si acaso, uno podría decir que hay “políticas basadas en cierta interpretación de alguna evidencia”.
Ahora bien, por supuesto que un hacedor de política suficientemente reflexivo puede incorporar estas consideraciones a la hora de diseñar e implementar su intervención. Las discusiones académicas suelen tener la riqueza necesaria para ofrecer indicaciones de patrones amplios aun en ausencia de consensos. Además, la recolección juiciosa de información local por parte de los hacedores de política mismos puede contribuir a entender cómo el contexto a intervenir se relaciona con aquellos patrones amplios. Sobre esto se pueden diseñar e implementar políticas de las que se tenga menos incertidumbre que si se careciera de esa información. Este es un enfoque razonable y positivo. Lo celebro.
Lastimosamente, mi experiencia lo que me sugiere es que los hacedores de política no suelen ser tan reflexivos. En vez de ser un principio que busca reducir la incertidumbre en el quehacer público, las políticas basadas en evidencia se han vendido como la receta mágica de la ciencia moderna para resolver todos los problemas de la sociedad. Esta aproximación ha generado expectativas muy altas que, claramente, no han sido satisfechas. Es sobre esta insatisfacción que ha germinado el escepticismo hacia los expertos y las dudas sobre la legitimidad de las democracias liberales en todo el mundo occidental.
Y de allí se desprende mi segunda crítica, la cuál es de carácter político. Las políticas basadas en evidencia han alienado a las masas del quehacer público. Por un lado, los políticos usan el lema para complacer a los electores educados y a la comunidad internacional. Por el otro lado, los académicos lo invocan para congraciarse con donantes y políticos, y así, además, evadir la angustia de saber que sus trabajos serán leídos por solo un puñado de otros académicos y alimentar la ilusión de que tendrán un verdadero impacto en el mundo. En conjunto, las políticas basadas en evidencia se presentan hoy como eufemismos de la élite educada para decirle a las masas “esto es complicado, ustedes no lo van a entender. Permítannos a nosotros resolver el problema”
Esto es algo de lo que debemos alejarnos. Cada decisión pública que no captura—o parece no capturar—la voz del ciudadano promedio es una grieta que se abre en los pilares que soportan la democracia. Debemos dejar de validar las políticas con argumentos de autoridad, y empezar a plantearlas desde una perspectiva que toda la población la sienta como propia, desde la cuál tenga elementos para apoyarla o criticarla. Y lograr esto exige, más que evidencia, lógica.
Por: Javier Mejía Cubillos*
*El autor es Asociado Postdoctoral en el departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Stanford. Ph.D. en Economía de la Universidad de Los Andes. Ha sido investigador y profesor de la Universidad de Nueva York–Abu Dhabi e investigador visitante de la Universidad de Burdeos.
Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.
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