Mucho se ha hablado ya de la ética del consumo, pero, en medio de los grandes y variados desafíos globales de nuestros tiempos, vale la pena ser cliché; tal vez, para insistir en un llamado inatendido del pasado que, mientras se hagan oídos sordos, seguirá vigente.
Desde finales del siglo XX viene estando en boga que las decisiones estratégicas de las empresas deberían considerar criterios ASG (ambientales, sociales y de gobierno corporativo). De más en más, aumentan las expectativas de que los tomadores de decisiones en las organizaciones estén en capacidad de asumir responsabilidad sobre los asuntos que son importantes (materiales) para un conjunto ampliado de grupos de interés que demandan de las empresas responder más allá de los atributos tradicionales (calidad, precio, disponibilidad, reconocimiento de marca, durabilidad, etc.).
Pese a esto, las marcas y segmentos con atributos éticos (como comercio justo, compra local, productos no testeados en animales, entre muchos otros) son relativamente pequeñas. Y, aunque ha venido creciendo, la ética continúa rezagada frente a atributos como el precio, la disponibilidad o la durabilidad.
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En la década de los setenta comienza a tomar fuerza el activismo ambiental y, con la “Agenda 21” concebida en la Cumbre de la Tierra de 1992 en Río de Janeiro, se amplificaron los llamados por un cambio en los patrones de consumo, y las manifestaciones de este cambio. A esto, Douglas Holt (autor de la teoría de marketing cultural) denomina un cambio en el paradigma de valores éticos.
Para Holt, las bases del paradigma ético están fundamentadas en que el consumo insostenible está causado en parte por las elecciones de los consumidores y en parte por los mecanismos de marketing en la oferta; que nuestras elecciones como consumidores están moldeadas por el consumismo, lo cual es el conjunto de valores que orienta nuestras vidas al consumo; y que, para consumir de manera sostenible, las personas deben ser conscientes del impacto de su consumo, y hacer cálculos éticos en sus decisiones de compra.
El profesor Timothy M. Devinney, actualmente afiliado a la Universidad de Manchester, en su libro “El Mito del Consumidor Ético”, analiza y da evidencias de cómo las empresas y los formuladores de política pública son bombardeados con mensajes y resultados de encuestas donde se muestra que los consumidores prefieren productos con atributos éticos. Sin embargo, encuentra el profesor Devinney y sus colaboradores que, a la hora de medirlo en resultados de consumo, esto no se refleja. Pero ¿por qué no?
Los investigadores y expertos en marketing Andrew Luttrel, Jacob D. Teeny y Richard E. Petty hicieron una investigación publicada recientemente en la revista científica Social Cognition y encontraron que, definitivamente, la normatividad moral importa, y nuestros valores sí que tienen una fuerte influencia en nuestro comportamiento de compra. Esto también lo ratifica la revisión de estudios liderada por Aviva Philipp-Muller —de Ohio State University— publicada en el Consumer Psychology Review, en la que halla que moralizar el consumo influencia el comportamiento en los consumidores con decisiones emocionales de compra.
¿Podríamos entonces fortalecer un nicho de productos “libres de culpa”? Un estudio liderado por John Peloza, profesor de marketing de Florida State University (FSU), y sus colaboradores, concluye que la publicidad, buscando asociar el consumo de ciertos productos con la culpa, no tiene efectos tan positivos como sí lo tiene la autorregulación y el “rendirse cuentas” a uno mismo.
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Por esta razón, sugiere esta investigación que las marcas deben buscar de manera sutil activar la coherencia de los consumidores con sus valores, en lugar de apelar a hacer sentir culpable al consumidor por el consumo de productos o servicios que en su producción afectan negativamente a otros seres (humanos y no humanos).
Empero, a veces, la opción con un mejor impacto ASG y mejores atributos éticos para algunos consumidores y usuarios puede ser más difícil de acceder y más costosa de lo que pueden permitirse.
Finalmente, si bien es cierto que podemos modificar éticamente los productos y servicios, y llevarlos a ser “libres de culpa”, esta transformación no será reflejada en un aumento de la demanda, a no ser que el consumidor subjetiva u objetivamente perciba un valor. Y este valor no necesariamente es medido en términos de valores de mercado, sino en valores humanos.
Por esta razón, más que una mera estrategia publicitaria, el actuar ético de las organizaciones debe ser genuino, y los consumidores deben ser capaces de identificar cuándo no lo es. Entonces, solo entonces, la ética —presente en nuestras decisiones de compra— convierte el consumo en algo más que simple consumismo.
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LinkedIn: María Alejandra Gonzalez-Perez
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*La autora es profesora titular de la Universidad Eafit. Es expresidente para América Latina y El Caribe de la Academia de Negocios Internacionales (AIB). PhD en Negocios Internacionales y Responsabilidad Social Empresarial de la Universidad Nacional de Irlanda.
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