¿En dónde queda la comunicación en medio de los modelos derivados de la realidad que prometen el metaverso y la inteligencia artificial?

Si la inteligencia es artificial, no es auténtica. Y si no es auténtica, no es inteligencia.

Confinado en una isla para evitar la sanción de la ley, un hombre observaba cómo en el firmamento dos soles brillaban al mismo tiempo, y durante las noches eran dos lunas. Después de varios meses, también notó que algunos arbustos que había arrancado de raíz aparecían al día siguiente convertidos en robustas plantas, como si el abono de una potencia inconmensurable las alimentara. Además, ocultándose, veía y escuchaba a algunas personas cuyas palabras y acciones se repetían con una asombrosa y milimétrica precisión, una y otra vez, como una película que se proyectara sin cesar. Por supuesto, él mismo consideró la posibilidad de estar loco o de que su existencia fuera solo un delirio.

Ese es solo un bosquejo de la novela La invención de Morel, publicada en 1940 por el argentino Adolfo Bioy Casares. En esta, una máquina (filmadora de la realidad) se activa cada vez que sube la marea, y así proyecta las grabaciones. Por eso, aparecen dos soles (el real y el grabado) y dos lunas (la romántica y la falsa), y los arbustos, ya crecidos, aparecen como plantas; es decir, disfrazados de indefensos vegetales. Pero, todos estos no son hologramas, sino que mantienen una consistencia material muy sólida. Por ahora, de esta novela solo añadiremos que los seres humanos grabados en esta máquina estarán sujetos al mismo destino de los demás, pero mucho más pronto: la muerte.

Como Bioy Casares, también Aldous Huxley, George Orwell, H. G. Wells y hasta Isaac Asimov, entre otros escritores, le siguen advirtiendo al mundo en sus obras sobre la proximidad de una farsa universal más efectiva, que someterá aún más las pasiones y los deseos, y reforzará las esperanzas fraudulentas, embobinando toda percepción en un remedo de realidad que la Humanidad ya está asumiendo como verdad. De este modo, como pequeños gatos frente a un espejo, ya jugueteamos con los reflejos que confundimos con experiencias propias. Así, han esclavizado nuestros sentidos, que son los receptores de un entorno solapado ahora por la triquiñuela. Sí: está abierta la puerta de par en par, y por esta nos invade ya la inteligencia artificial (IA).

Junto con esta intrusa existencial, se habla también del metaverso, de ese universo paralelo a la realidad; pero que, siendo paralelo, ya se intuye que está en la irrealidad, y la intención dizque es interactuar en este. Aunque allí los contextos sean prefabricados, ¿cómo establecer así una comunicación enriquecedora sin modelos o referentes derivados de la realidad? Como consecuencia y debido a que falta alimento informativo externo, empieza a crearse una autofagia; y todos, al fin de cuentas, nos dedicaremos a devorarnos a nosotros mismos o a reciclar un bagazo pútrido, como el que reproducen las redes sociales, donde, reutilizada repetidamente, llaman nutriente a la boñiga.

Todos los avances de la tecnología, sin duda, entrañan beneficios para el mundo; pero estos solo se alcanzan cuando se tiene plena conciencia de su uso y de los posibles efectos en el dinamismo social. Para anudar esta idea, ayuda mucho pensar, por ejemplo, en esa expresión, “inteligencia artificial”, que en sí misma ya entraña una contradicción de sentido: Si es artificial, no es auténtica; y si no es auténtica, no es inteligencia, y apenas llega a ser una parodia de esta. ¡Tampoco puede haber inteligencia si no hay conciencia de sí mismo! Y saber que alguna vez afirmábamos que la inteligencia era una cualidad propia solo del ser humano. ¿Quizás estamos razonando tanto como los automóviles, las puertas, los edificios y las cerraduras, algunos también denominados “inteligentes”?

Asimismo, frente a este panorama, uno de los mayores sacrilegios es equiparar el arte con la IA. Sin que haya una definición dominante del arte, la manifestación artística emana de una semilla única: la creación provocada por un ser humano y desde este. Por eso, el arte (al menos hasta hora) es una concepción exclusivamente humana en la cual, por supuesto, hay una carga de subjetividad y alguna dosis de desacierto, porque se origina de un ser imperfecto, pero que acumula el valor y la grandeza de una obra en proporción a una interpretación de la realidad, que una máquina, por supuesto, no logra.

Las máquinas no interpretan; solo responden a unas instrucciones previas. Las combinaciones prefabricadas e inducidas no son una creación, sino una producción más o menos seriada, como los partidos de fútbol en que solo cambian, por una obviedad, las fechas, estadios, campeones, días, jugadores, entrenadores, costo de las transacciones y, claro, los marcadores; pero se mantiene a como dé lugar una pobre esencia discursiva. Si así procediera un artista, dejaría de ser artista.

Aunque conlleve también muchos beneficios, el peligro de la IA, de esta sirena que hipnotiza, está en que gana y cautiva cada día más a una mayor cantidad de desprevenidos que se asombran con la “destreza” y la “inteligencia” que ellos relegaron, y por eso las perdieron, para no volver a recurrir estas jamás y dedicarse solo a respirar y quizás a sonreír como un acto reflejo. El aumento de la cercanía a la realidad (la aproximación mayor a la verdad) no es un voltaje que todos estén dispuestos a soportar y con el cual se recupera la visión. La ceguera, por eso, es la falta de luz, entendido este término en todas sus acepciones.

Quienes estudian a profundidad la palabra y la imagen saben de su poder para configurar en los otros unas representaciones que suplen la realidad; sin embargo, aun cuesta entender en qué proporción esta distorsiona la perspectiva de tanta gente ante la existencia. Es decirle a la pareja: “¡Dime que me amas! Yo sé que es mentira, pero dímelo”, buscando recibir esa gota de anestésico para atenuar los dramas intolerables.

Por: Jairo Valderrama*
*El autor es Doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Austral (Argentina) y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de la Sabana (Colombia).

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.

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