Estamos en la época en la que se enseña más la ignorancia que el pensamiento. ¿Qué hacer para no caer en esa tendencia?
En estos tiempos se enseña más la ignorancia y se vende el no pensar. Esa idea, del escritor venezolano Domingo Miliani, es muy notoria en el dinamismo regular de la sociedad, oscurecida cada vez más por los medios de información, que extienden la carpa de la frivolidad y la parcialidad para impedir el paso de la luz. Es el analfabetismo ilustrado, la inepcia del colorido o la incompetencia para distinguir la música del ruido. Muy pocos aprenden a combinar las notas para componer su propia melodía; casi todos siguen bailando al son que les toquen. Y hay casos extremos en que ni siquiera bailan, sino que se sacuden como sometidos por el ataque reiterado de una epilepsia generalizada.
El olvido total es una de esas formas de la ignorancia, porque es el borrador de las certezas y de muchas intuiciones. De ahí que la memoria sea un ingrediente imprescindible para comparar y contrastar, y concluir, por supuesto. Esa es, entre otras, una herramienta esencial para meditar, para sentar un juicio. Por eso, en cualquier sistema educativo resulta una falacia aseverar que la memorización no es un recurso válido para formar el sentido crítico, sentido que debe ser el primer objetivo en la preparación formal para la vida.
Así, frente a la historia, que es la memoria colectiva, será un ignorante el que la desconozca, y también será una canoa vacía que cualquier oportunista remolcará hasta las aguas turbulentas o un buey al que arrastrarán por sus narices. A esa amnesia sobre el pasado que padecen los presentes, Gabriel García Márquez la llamaba ‘la peste del olvido’. Esa historia nuestra, la colombiana, se preserva solo porque es la misma; nada cambia; solo son sustituciones de personajes en una escena que se repite cíclicamente, con un sueño siempre aplazado. Es el reiterado bufón que entra al camerino, se muda de disfraz y sale otra vez a las tablas con un parlamento igual, para acentuar la desmemoria, para arraigar la ignorancia. Y, como espectador de esa farsa constante y sonriendo desde hace más de 200 años sin cerrar la boca mientras cae la saliva, el pueblo sigue aplaudiendo… ¡Mi pueblito!
Sin embargo, para cultivar el pensamiento no basta con un paseo mental por la cronología, los lugares y los personajes de la historia, que también son muy pertinentes. La fuerza de la educación se sostiene más en tomar las fibras de cada una de las ideas de aquellos reconocidos pensadores de la humanidad. Si continúan ellos en la cúspide de las más grandes demostraciones de la filosofía, la literatura, la ciencia o el arte, entre otras manifestaciones elevadas de grandeza, entonces deben ser esas las bases de la auténtica educación, el punto de partida para seguir buscando niveles más altos, no (como ahora) para aferrarnos sumergidos en el fondo del estanque de los renacuajos.
Ante esa panorámica quizás idealista de la libertad, la mayor enemiga hoy es la farándula, ese deseo impuesto de manera soterrada para que la gente esté pendiente de la vida privada de los famosos, como si sus maneras (muchas veces fingidas) fueran los modelos de la felicidad. Esas son apenas vitrinas de grueso calibre que solo se miran, pero con una probabilidad remota de ingresar, y a las cuales muchos ceden no solo las ganancias de un trabajo honesto, sino casi todo el tiempo derrochado de la existencia, mientras el pensamiento está centrado en una avalancha de trivialidad y muy alejado del camino de la reflexión.
Se proponen ahora fórmulas y no caminos. Cuando la libertad señala que cada uno debe abrir el suyo propio, entonces las fórmulas están disponibles a toda hora para cerrarlos o para señalar aquellos que ya están abiertos, pero que solo conducen a los corrales. Son prescripciones definitivas, rígidas, estáticas… y las personas, se supone, no son cuadraturas que han de encajarse en espacios demarcados o predirigidos. Con errores profundos o alegrías balsámicas, cada una tiene el derecho de elegir su camino: la mejor educadora es la universidad de la vida, y cada experiencia, una lección. Lástima que la mayoría duerma en casi todas las clases.
Los corrales ahora son invisibles, pero más fuertes, porque subyugan la voluntad toda, y amaestran de tal manera que cada sujeto va a encerrarse él mismo todos los días. Esos corrales se llaman redes sociales; es la nueva tecnología, que lleva a seguir pensando de la misma manera; es un estatismo frente al sendero que demanda la existencia; es convertirnos en una pesada roca ante un deber que consiste en aportar al descubrimiento y al avance auténtico de la Humanidad. Esas transformaciones no equivalen en este caso a las simples alteraciones banales de la apariencia, sometidas por los ridículos y masificados cortes de cabello, por las pasarelas o las tarimas donde infinidad de aulladores son calificados de maestros musicales. Acá nos referimos a un cambio en la esencia del pensamiento y, de nuevo, en el proceder.
Los cambios de tiempo, espacio y circunstancias deben llevar a modificar también las percepciones del entorno y, por tanto, las opiniones sobre este. Eso que llaman “coherencia”, “consecuencia” o “firmeza” en el proceder en nada se relaciona con un criterio estable, sino más con la uniformidad masificada de las acciones. El ser humano tiene todo el derecho de cambiar de opinión siempre que descubra argumentos de mayor peso, que lo lleven a dejar de lado las ideas erróneas y a acoger las nuevas que entrañan un fundamento más sólido. Cada uno debe partir de “sus” principios en este tránsito de la vida, pero esos no son los mismos en todas las personas.
Ese sometimiento, esa “educación para la ignorancia”, está moldeado, como todo pensamiento y toda acción, por el control del lenguaje. Las palabras convenientes, las palabras de moda (estúpidas o confusas), las palabras repetidas, las palabras sin sentido, que mantienen un discurso risible, de escándalos intrascendentes (cortinas de humo), de caricaturas distractoras, funcionan como la anestesia que se inyecta al gran colectivo sin que haya notado sus pinchazos después de tantos siglos.
Entonces, a fin de mitigar el olvido, la esclavitud, la pobreza y la ignorancia (tan parecidos y siempre juntos), siguen siendo efectivos los libros selectos y las conversaciones nutridas y nutritivas. Con estos (recordémoslo siempre), conocemos y nos liberamos.
Por: Jairo Valderrama*
*El autor es Doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Austral (Argentina) y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de la Sabana (Colombia).
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