La afición del fútbol crece y no solo por la pasión, sino también por el gigante comercial que el deporte es. Cada vez hay más torneos y con ellos más estrategias de marketing y productos a vender.

En el fútbol, se triplicaron, cuadruplicaron o quintuplicaron los torneos, campeonatos, ligas, etc., para ganar más adeptos, más pauta, más patrocinadores, más derechos de transmisión, y atrapar por más tiempo a los aficionados, hinchas, seguidores, admiradores o fanáticos.

Ahora hay religas, súperligas, copas, recopas, intercopas, recontracopas, súpercopas, intracopas, y, como sucede con otro tipo de copas, también estas acaban por embriagar al público sin una posibilidad para recuperarse de la duradera resaca. De 13 equipos que participaron en 1930 en el primer Mundial de Fútbol, los organizadores esperan hoy a 48 selecciones para el próximo.

Y así como el adicto al alcohol, sumido en una de sus tantas borracheras, desocupa el bolsillo por pagar otro trago más, de forma semejante parece que de eso se trata el fútbol: de evitar que la gente recupere la lucidez y persista en entregar su dinero. Aunque muchos de esos que practican la gula del fútbol se consideren diferentes entre sí porque son sectarios de una selección en particular o un club distinto, todos están uniformados con el mismo gusto desmedido, que se arraiga cada vez más como una pandemia de la cual no desean curarse: unos consumen vodka; otros, cerveza; algunos, aguardiente; los más pudientes, güisqui. Unos siguen con pasión desaforada al equipo de su barrio o su pueblo; otros, al campeón mundial. Sin embargo, todos ellos están sumergidos en el gigantesco y etílico barril del balompié.

No importan el cansancio, las lesiones, la vida familiar, las fechas tradicionales, etc. Millones de espectadores en el mundo abandonan sin recato la comodidad y el deber de un hogar o un trabajo para hacinarse en las tribunas, levantar los puños, brotar las venas, desatar palabras soeces y aullar por unas horas a la semana en los estadios o frente a una pantalla del televisor. El circo romano se renueva después de casi 20 siglos.

Al menos los deportistas profesionales de ese deporte parece que ganan miles de millones de euros y dólares, y sus jefes mucho más, por supuesto. Pero, los serviles seguidores, por ser también miles de millones, son los encargados de recoger esas cifras que luego serán entregadas a los ídolos de pantaloneta, esos mismos que atiborraron de tatuajes sus cuerpos y levitan en unas lujosas zapatillas, esos reverenciados por miles de pueblos en el mundo. Se sabe que un hombre está reptando cuando ha tomado a otro como su dios.

Además, aunque no sea muy notoria, la clasificación de los equipos de renombre, de más dinero y más seguidores, por lo regular está garantizada, porque así se obtienen más rendimientos, más patrocinadores, crece el pago por las transmisiones de los medios de información, suben los costos para los anunciantes, que a su vez recuperan la inversión con altísimos réditos que derraman los consumidores alucinados; también se reciben premios cuantiosos de las federaciones, ligas, confederaciones…porque más gente verá cada partido o estará frente a una pantalla por el tiempo que sea necesario, inclusive dejando a un lado o postergando actividades mucho más provechosas, como una cita médica o los vitales momentos del sueño.

Acerca de las ceremonias en que se enrolla este espectáculo, los fanatismos extremos (aunque todos lo son) se manifiestan en los estadios con el ingreso de ataúdes, motocicletas, velas encendidas y hasta cadáveres, acciones que en muy poco se diferencian de los rituales de infinidad de tribus primitivas o de los llamados pueblos bárbaros, acompañados, claro, de toda la simbología de colores, escudos, instrumentos musicales y cánticos que remedan el trance de esa hipnosis colectiva. A muchos difuntos los sepultan con la bandera o la camiseta de su club preferido, evocando los oficios religiosos de muchas culturas que creen en un encuentro con los dioses o con los parientes ya muertos. Por eso, el paraíso de reanudar y revivir los triunfos de un equipo continúa tomando una fuerza mística.

Los riesgos mortales y latentes de estos grupillos se aprecian con toda nitidez al enfrentarse con otros y arriesgar hasta la propia vida por defender solo una ilusión, esa misma a la que le entregan el dinero recogido luego de mendigar durante muchas horas y a pie para comprar una boleta, a pesar de que durante muchas semanas no han encontrado cómo adquirir un alimento nutritivo. Esta es la ofrenda que, por lo regular, llevan los más pobres a los más ricos, y así se prueba una vez más que la ignorancia es la peor de las pobrezas.

Reforzando a estos, están los jugadores que se arrodillan después de marcar un gol, los que van a saludar a las tribunas como los gladiadores en la Antigua Roma, con gestos bestiales y ademanes grotescos. Están de igual manera aquellos que inundan la gramilla con lágrimas de felicidad, sobre todo cuando dicen haber tocado el cielo o recibir la mano de Dios, como dicen que le sucedió a Diego Armando. Otros, debido a su falta de originalidad, arrancan de su torso la camiseta del momento y van a ondearla frente a una manada que erupciona alaridos, la misma que recibirá con mucho placer las gotas de un sudor que ha valido la pena, como un agua bendita.

Por eso, quizás ya no importa tanto si algunos han dejado de asistir a los templos. Es más lucrativo que vayan a los estadios o permanezcan obnubilados ante la pantalla siguiendo con la mirada el trayecto de una esfera que emboba y embriaga, y más si el consumo de juguito de cebada o de agüita ardiente se extiende sin medida en un bar cuyo dueño jamás terminará de agradecer las ventajas rentables con que lo inunda la duplicada juma del licor y el fútbol. Desde otra mirada, aunque los hijos padezcan de hambre por todo un mes, el pago de 500 dólares por la entrada a un partido de fútbol se considera para estos exaltados una cifra insignificante, pues (dicen ellos) es una vez en la vida, como un peregrinaje a La Meca.

Sí, hoy una de las más grandes industrias en el mundo ha tomado la miel del fútbol como el más efectivo de los pretextos para obtener dinero. En ese ámbito incontenible, cada día son más los enjambres de moscas que se adhieren a este, y allí se dejan los huevecillos porque aún se encuentra un renovado y abundante material para incubarlos. Las desmesuradas apuestas, en los cinco continentes, también se configuran en otra muestra más de la codicia, en las que, por supuesto, se aprovecha la ceguera de tanto ingenuo, ese que morirá sin saber que un negocio se monta para recoger dinero, no para obsequiarlo, y menos a tantos de ellos, obtusos desconocidos, perdedores irrecuperables, a quienes les siguen marcando goles todos los días… y babeando dicen: “¡Ganamos!”.

Por: Jairo Valderrama*
*El autor es Doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Austral (Argentina) y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de la Sabana (Colombia).

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.

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