¿La democracia en Colombia es un espejismo? Existen coacciones invisibles antes de ejercer el derecho al voto, ¿qué tan autónoma termina siendo la decisión?
Un anhelo que muchísimos colombianos deberían de concebir consiste en que algún día haya democracia en su país. Nada distinto pasará si mueren sin verlo realizado, pero los sueños (aunque sean sueños) ayudan a soportar las pesadillas de la existencia a pesar de sumergir a sus víctimas en un mundo de ilusión. Desde otra perspectiva, tomar conciencia de esa quimera exige mucha sensatez y fortaleza para resistir la desilusión.
Frente a este panorama, la falta de reflexión para favorecer a Colombia es el gran déficit de quienes quieren ocupar un cargo de gobierno. Así como nada debe examinarse sin un contexto, porque es reducir a su mínima expresión un análisis (es anularlo), también el político que deja por fuera toda la inmensa complejidad social, para verse solo él frente al espejo del egoísmo excesivo, se constituye en un enemigo de riesgo elevado. Reflexiona solo para favorecerse a sí mismo y a sus compinches. Por el instinto de conservación (muy natural y propio de todo ser vivo), el mayor peligro para estos aprovechados es que esa sociedad tarde o temprano se rebele ante aquellos que le aprietan el cuello de manera desmedida.
Aquí se alude al político que al menos trata de informarse (para engañar de manera más efectiva, por supuesto), a pesar de su indiferencia total ante la tarea que les prometió a sus semejantes; en este, la egolatría inmedible conforma su esencia. Pero, hay otros, de distinto talante y mayor número, monigotes que siguen ocupando casi todos los cargos de elección popular, aquellos que provocan una vergüenza ajena cuando exponen sus discursos o cuando un extranjero indaga si estos que hablan por los noticieros son los que gobiernan a esta Colombia sufrida y doliente. Entonces, con vergüenza, muchos colombianos, bajando la mirada, evocan el nulo criterio del electorado, un electorado que tampoco es consciente de sus acciones porque ha sido reducido, aparte del hambre, por la presión del soborno, del engaño y de su propio e inexistente sentido crítico, derivado de una ausente o fingida educación.
Así, en este cíclico teatro nacional, son pocos los electores que pueden calificarse de culpables: han sido engatusados. Por lo regular, consideran propia y autónoma cada acción suya; pero, cuando se parte del engaño propiciado por otros, jamás habrá autonomía. Por tanto, si hay coacciones invisibles antes de ejercer el derecho al voto, que debiera ser la muestra plena de una decisión limpia, la llamada “democracia” es solo un espejismo. Aunque se pregone que “Colombia elige”, que “debemos ejercer el derecho a elegir”, que “la democracia gana”, que “hay que cumplir con ese deber democrático”, ninguna de esas afirmaciones entraña sentido cuando la democracia no existe.
Además, ¿por qué en este país han de recibir ciertos beneficios aquellos que votan? ¿Y por qué son excluidos los que ejercen su derecho a no votar? No votar no es un delito; es una opción que está dentro del marco de la ley. Se admite una acción (o una abstención) mientras la ley y el derecho no la prohíban. No obstante, se presiona, sobre todo desde los medios de información, a que ¡los ciudadanos deben votar! ¿Acaso no es contrario al derecho y a la libertad obligar a un ciudadano a proceder en un trámite en el que no cree? ¿No es eso un recurso para “extorsionar” a las conciencias creando una sensación de culpabilidad entre muchos de ellos? ¿De cuándo acá dizque quien no ha votado no puede criticar o cuestionar a cualquier gobernante? Esa es una falacia propagada, más que nadie, por los escenógrafos y utileros de la farándula proselitista, que siguen al pie de la letra el guion de esa comparsa periódica, que provoca sentimientos que juegan entre la risa y la tragedia repetida.
“Entonces, al menos que se vote en blanco”, pretextan otros electores radicales de estrecha visión, a quienes se les imposibilita comprender que hay perspectivas diferentes en todos los seres humanos, y que estos, mientras no atenten contra el estado de derecho ni contra ninguna persona, bien pueden centrarse en ejercer el abstencionismo, porque no todos quieren oficiar de bufones.
Acerca de estos cuestionamientos, en su columna “Paradojas de la democracia” (20 de agosto de 2023, diario El Espectador), el periodista Héctor Abad Faciolince señala, entre otros motivos para defender la democracia, que muchos países del mundo han aspirado durante siglos a convertirse “en una verdadera democracia liberal”. Entonces, si solo es una aspiración, se infiere que aún no viven en ese sistema de gobierno.
Por supuesto, en Héctor se intuyen esos pasos de diminuto felino, como si avanzara por un campo minado. Y se le comprende tal procedimiento, y se le excusa: es una temeridad afirmar sin matices que la democracia liberal es toda una farsa, sobre todo cuando millones de personas han creído toda su vida que son ellas mismas las que eligen a sus gobernantes y que son ellas las que determinan el destino de sus naciones. También a los niños habrá que confesarles algún día que Papá Noel no trae los regalos en Navidad.
Más adelante, el mismo columnista añade que a esos derechos (los democráticos) “no tienen acceso amplios sectores de la gente más pobre”. Sin embargo, si esta gente es la que, se supone, elige en una alta proporción a un gobernante en un determinado territorio y por un periodo definido, es fácil conjeturar que para los más pobres no hay democracia a pesar de que son los que más votan. No obstante, ¿por qué esa condición de pobreza se perpetúa si bien pudieran ser ellos mismos, los pobres, quienes debieran elegir a los gobernantes apropiados para salir de tal situación? Respuesta: porque es la pobreza de reflexión la que más paraliza, un tipo de pobreza que apenas da tiempo para intuir cómo sobrevivir, y paraliza porque es solo el instinto el que actúa en medio de una asfixia social.
Por su parte, la periodista Laura Ardila comentaba cómo el fallecido congresista Roberto Gerléin le dijo que la democracia electoral en Colombia era una ilusión, debido a que está determinada por quienes ostentan el poder económico. Ante ello, es fácil confirmar una vez más cómo las mayores fuerzas del poder siempre van juntas: la política y el dinero, las dos más elevadas bajezas del dominio social, ante las cuales se vende sin reparo la dignidad, sobre todo cuando a tantos los invade el hambre y, a otros pocos, la codicia. Por eso, siendo los motivos distintos, también lo son las personas: no son iguales los hambrientos y los codiciosos.
Como complemento, la también periodista María Teresa Ronderos dice que “ni la riqueza ni el poder en Colombia se suelen percibir como legítimos por el ciudadano de a pie”. ¿Será solo una percepción de los ciudadanos de a pie? Infinidad de ellos, a este respecto, confunden la “legalidad” con la “legitimidad”. Las leyes las proponen, las protegen y las aplican quienes ejercen el poder (económico y político), y ese respaldo de la jurisprudencia hace que la riqueza y el poder sean legales. Sin embargo, la legitimidad se sustenta más en los derechos que asisten a los ciudadanos para contar con las mismas oportunidades de conseguir una calidad de vida digna en un Estado que debe cobijarlos. Así, la percepción ciudadana sí enfoca con nitidez los cuadros de la política nacional.
Esta llamada “democracia” funciona como una pareja que olvida siempre todas sus infidelidades. Por eso, se dice que Colombia padece de amnesia, porque muchos esperanzados renuevan la ilusión ante las mismas promesas, y vuelven a ser engañados como eternos o recurrentes cornudos políticos.
Por: Jairo Valderrama*
*El autor es Doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Austral (Argentina) y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de la Sabana (Colombia).
Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.
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