Se ha hecho costumbre actuar de manera 'corrupta', no solo en instancias políticas, sino en el día a día de lo que somos como sociedad. ¿Cómo cambiar esta situación en Colombia?
Dicen que en Colombia hay mucha corrupción. Sin embargo, esa palabra, ‘corrupción’, con dificultad califica las tareas públicas, que con su prolongado y arbitrario accionar han impartido por cerca de dos siglos un vergonzoso modelo de impunidad y anarquía a los ciudadanos. Términos más adecuados, y aun imprecisos, serían ‘putrefacción’, ‘hediondez’, ‘mortecino’, ‘pútrido’, ‘nauseabundo’…
Si la indiferencia, la codicia y el egoísmo saturan la cabeza de una sociedad, nada de extraño es notar cómo los gobernados pisotean y arrastran el ordenamiento jurídico siguiendo el asqueroso ejemplo que viene de arriba. Y como no llegan las sanciones (ni legales ni sociales), ya esta actitud colectiva se ha arraigado en la vida diaria: es una costumbre transitar en contravía, efectuar contratos irregulares, represar el tránsito apropiándose de todo un carril, borrar los antecedentes criminales, asesinar, revender medicamentos, ejercer la medicina sin licencia… Como en el cuento El traje nuevo del emperador, nadie quiere gritar una evidencia: ¡Vivimos en la cultura de la delincuencia!
La Secretaría de Transparencia en Colombia presentó el pasado 17 de julio un informe que debería de aterrar a los residentes de este país: “De 32 departamentos, 20 tienen un porcentaje de impunidad superior al 95%, y 12 están entre el 90% y el 94.9% […], solo superado por Bogotá, con el 88%. En síntesis, la impunidad en Colombia, en los delitos asociados contra la administración pública, se ubica en un 94%”.
Ante estas cifras, hablar de justicia en Colombia es como hablar del churrumino, un animalito que solo existía en la imaginación del Chavo del Ocho. No obstante, numerosos personajes públicos se refieren a la ‘justicia’ para engañar a la mayoría, como esos padres que les hablan del Ratón Pérez a los niños. El mismo secretario de Transparencia, Andrés Idárraga, afirmó: “Estos datos son irrefutables. Colombia agoniza en un mar de impunidad; la aplicación de la justicia en los casos de corrupción apenas se asoma a un tímido y cobarde 6%, hecho que como Nación causa vergüenza”.
Pero, esta es la nación en que nos correspondió vivir. Quizás -como dijo en broma un amigo politólogo-, algún día reencarnaremos en otros países, como Finlandia o Dinamarca. Por ahora, afrontemos el karma del subdesarrollo, que emana de la falta de conciencia para entender que una sociedad progresa solo si cada uno de sus miembros se esfuerza para preservar, compartir y defender el orden, el respeto y la libertad. Así, es un deber considerar siempre que cada acción repercute en los demás. Para entender esta idea, les bastaría media neurona a quienes envían mensajes de texto mientras conducen y a la mayoría de los motociclistas.
Los cálculos son interminables: masacres repetidas; ultrapeculados proporcionales a los granos de arroz en China; narcotráfico, extorsiones y magnicidios, claros como la memoria del país; votos y nombramientos fraudulentos. Ni qué decir de las infracciones, de cuya existencia y sanción ni siquiera conocen los ciudadanos. Afirmar que “vivimos en un Estado de derecho” es repetir un cuento que provoca sueño.
Solo el instinto de sobrevivencia permite respirar por un día más en esta jungla llamada civilidad: los espacios públicos se usurpan; los semejantes son útiles solo si de ellos es posible servirse. Para otros propósitos, el ser social desaparece, y el matrimonio entre la codicia y el egoísmo sigue dirigiendo a esta norteña patria de Suramérica, que pasó de ser una doncella para convertirse en una andrajosa mujer en manos de sus centenarios proxenetas.
Alguien tratará de tapar el sol con el dedo. No obstante, aquellos que dicen “yo soy un berraco” presumen de violar la ley todo el tiempo: hay trampas en los exámenes, robos en el supermercado, evasores de impuestos, vendedores de productos descompuestos, desviadores de fondos públicos, genocidas, sobornadores de jueces, explotadores de menores de edad, vendedores de droga en las escuelas y colegios, contrabandistas que se ufanan de haber “trabajado toda la vida”; están los que piden prestado y nunca pagan (un tipo de hurto).
En Colombia, romper las normas legales es tan corriente como respirar; ya es un modo de vida. ¡Y cuánto riesgo corren quienes sí respetan la ley! Hay ofensas de toda clase para quien conduce por el carril adecuado y a la velocidad precisa, para quien devuelve el dinero que un cajero dio de más … Los respetuosos y defensores de la ley, así como los honestos, son calificados de “idiotas”, “pendejos” y otros apelativos de mayor calibre.
La risible frase de muchos compatriotas confunde: “Somos un país echado pa’lante”, y se desconoce si esta es fruto de la ceguera social, de una intención de engaño o de un optimismo enfermizo. Quizás, a ese “pa’lante” se llega pisoteando a los demás, escupiendo sobre la ley o imaginando que hay exenciones para cumplirla. Entre quienes apenas comen una vez al día, hay un explicación para eso; pero, entre quienes tienen de sobra para vivir, es una vileza.
Y cuando apenas se insinúa una sanción, emerge el colombianismo “colabóreme”, que, en colombiano, significa “omitamos las normas”, “déjeme pasar la mercancía”, “acepte el soborno”, “nómbremelo en ese cargo”, “deme ese contrato” o, siendo precisos, quiere decir: “Seamos delincuentes y ocultémoslo”. Exponer estos asuntos causa una irritante reacción defensiva en los aludidos, que se recubren con la complicidad y con más violencia: les aterra verse en el espejo de su ruindad, esa que muchos de ellos heredan a sus hijos.
Sin embargo, cuando se habla de “subdesarrollado”, aparecen otra vez los ilusos con su telón de retórica barata para ocultar esta certeza. Intenten sobornar a un policía en Bélgica, Chile o Suiza; atrévanse a ingresar, sin pagar, a una estación del metro en París; conduzcan un automóvil en Berlín justo después de haber bebido una copa de vino; arriésguense a evadir impuestos en los Estados Unidos. Así descubrirán con claridad qué es el “Estado de derecho”.
En absoluto desorden y dando tumbos siempre en círculo, asombra cómo un país sigue vivo (otra vez, el instinto de sobrevivencia). Se asemeja al borracho que no sabe a dónde va: inmerso en su enlagunada estupidez, a cada paso sufre caídas, raspones, fracturas (sobre todo en el cráneo), y al levantarse, con su perdida mirada de idiota y la lengua adormecida, solo balbucea: “Somos el país más feliz del mundo”.
Por: Jairo Valderrama*
*El autor es Doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Austral (Argentina) y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de la Sabana (Colombia).
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