Con menos de dos años en el poder, las encuestas muestran el desvanecimiento que han tenido los gobiernos de izquierda en Latinoamérica. Esta decepción ha venido acompañada de un creciente problema de seguridad. ¿Por qué?

La gran ilusión que trajo la llegada postpandemia de nuevos gobiernos de izquierda en Latinoamérica se desvaneció rápidamente. En particular, con menos de dos años en el poder, la mayoría de las encuestas muestran ya por debajo del 30% la aprobación de Gabriel Boric y Gustavo Petro y su desaprobación por encima del 60%.

Esta decepción ha venido acompañada por una creciente preocupación de la opinión pública sobre la seguridad. Según una encuesta de la Universidad de San Sebastián, más del 70% de los chilenos considera que la delincuencia aumentó en los últimos seis meses y un 80% de ellos afirma que hizo cambios drásticos en su vida, como evitar salir de noche o dejar de usar transporte público, como respuesta a esa preocupación.

En Colombia, las cosas no son diferentes. El sostenido aumento de crímenes como el secuestro y el asesinato de líderes sociales es una reminiscencia de los peores años del conflicto armado y se ha traducido en una creciente percepción de inseguridad. Una encuesta reciente del Centro Nacional de Consultoría mostró que para el 41% de las personas, el mayor problema en su municipio era el orden público y la seguridad. El segundo problema más recurrentemente mencionado fue la deficiencia de servicios públicos básicos y solo el 23% de la población encuestada hizo referencia a ello.

Curiosamente, los gobiernos de estos países han decidido gastar la mayor parte del poco capital político que les queda en reformas a los sistemas de previsión social, mientras la problemática en seguridad se mantiene ampliamente desatendida. Y muchos encontrarán esto poco sorprendente. Después de todo, la seguridad ha sido usualmente una bandera de la derecha, y no de la izquierda, en la región. No obstante, yo sí pienso que esta indiferencia hacia la seguridad es bastante paradójica, porque me cuesta pensar en un problema que impacte más negativamente cualquier objetivo de igualdad e inclusión—que se suponen son el corazón de la agenda de los gobiernos modernos de izquierda—que la inseguridad.

Por un lado, es bastante evidente que las comunidades pobres y vulnerables sufren con mayor intensidad el tipo de inseguridad que prolifera en Latinoamérica. Las víctimas del crimen urbano son principalmente las personas que usan transporte público y las que deben caminar largas distancias. Mientras tanto, la inseguridad rural, de particular relevancia en el caso colombiano, aflige principalmente a las comunidades más lejanas, aquellas con menor oferta de servicios del Estado.

Además, gracias al trabajo de una generación entera de investigadores latinoamericanos expertos en conflicto, tenemos hoy evidencia detallada de la región que muestra que los impactos del crimen y la violencia en las víctimas—tales como la pérdida de ingresos, los menores desempeños escolares, los mayores niveles de estrés, y la pérdida de confianza—persisten por décadas y hasta por generaciones. Entonces, la inseguridad es un profundo motor de la falta de oportunidades y de la desigualdad estructural en América Latina.

Y es importante notar que los impactos de la inseguridad sobre la desigualdad no solo vienen del hecho de que ésta afecta más a los más vulnerables. Hay toda una serie de efectos indirectos que resulta de los esfuerzos privados para reemplazar la incapacidad del Estado en ofrecer seguridad. En un muy interesante libro llamado “Rejalópolis”, Fernando de la Carrera, profesor de arquitectura de la Universidad de los Andes en Colombia, describe los profundos impactos urbanos de modelos de ciudad donde el conjunto cerrado domina la oferta de vivienda. Este libro, que se concentra en Bogotá, describe cómo, entre otras cosas, los conjuntos cerrados, al aglomerar la actividad residencial en unidades separadas del resto de la ciudad por rejas, limitan la variedad de usos del suelo y la oferta de servicios en los primeros pisos de las edificaciones. Esto lleva a que las actividades comerciales y de entretenimiento se alejen de las residenciales, reduciendo así la movilidad a pie y aumentando el uso de los carros.

Si a esto le agrega uno el hecho de que las personas ricas son precisamente aquellas que tienen mayor capacidad de aislarse en estos conjuntos cerrados—que ofrecen, sobre todo, seguridad privada—es fácil entender la profunda segregación social del patrón urbano de ciudades como Bogotá y, en menor medida, Santiago. Estas son ciudades donde toma mucho tiempo llegar de la casa al trabajo, donde la mayoría del transporte se hace en automóvil, y donde los peatones no se sienten integrados al espacio urbano. Es decir, son ciudades donde existen muy pocas oportunidades para la interacción entre clases sociales.

Entonces, no, la seguridad no es algo que solo beneficie a los dueños del capital y que merezca la atención exclusiva de la derecha. Si algo, es todo lo opuesto. La inseguridad profundiza las brechas entre los privilegiados y los que no lo son. No existe suelo fértil para la integración de las comunidades vulnerables si hay inseguridad. Por tanto, todo político cuya bandera sea la promoción de una sociedad más igualitaria e incluyente tiene que considerar prioritaria la provisión de seguridad. Es así de sencillo, los políticos que no se preocupan por la seguridad no son amigos de los pobres, ni de los vulnerables.

Pero en esta discusión también hay espacio para la autocrítica entre los ciudadanos, porque la agenda de estos gobiernos era bien sabida por todos el día de las elecciones. La seguridad nunca estuvo entre las prioridades en las campañas de estos políticos y, aun así, el electorado decidió apostarles a sus programas. Esto un claro reflejo de la variabilidad en las preocupaciones del electorado y la miopía de la reflexión en la opinión pública. Mientras esto se mantenga, en la región seguirán siendo exitosos los políticos carismáticos que ofrecen soluciones de corto plazo.

Por: Javier Mejía Cubillos*
*El autor es Asociado Postdoctoral en el departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Stanford. Ph.D. en Economía de la Universidad de Los Andes. Ha sido investigador y profesor de la Universidad de Nueva York–Abu Dhabi e investigador visitante de la Universidad de Burdeos.

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.

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