La inclusión no puede ser un tema político, sino de sensibilidad. Colombia es un país lleno de paradojas, que aunque habla de inclusión sigue preso de sus propias contradicciones. ¿Por qué?
Colombia es un país de paradojas, inexplicables y hasta absurdas. Buscamos la paz como imperativo nacional, y las cifras de violencia difícilmente ceden; políticos se hacen elegir con el discurso de la lucha contra la corrupción, y una vez en el cargo se enriquecen ilegalmente; tenemos enormes recursos hídricos, pero una cuarta parte de los municipios sufre por su servicio de energía; y nos consideramos un país feliz, en medio de una preocupante y creciente polarización y violencia en las redes sociales, en discusiones callejeras, en el propio Congreso de la República, entre otros.
Muchas de estas situaciones podrían explicarse en una actitud que motiva la idea de que solo el bienestar individual prevalece, olvidando que es imposible la real satisfacción personal si ésta no se finca en la interacción, el compromiso y la responsabilidad con el otro.
Y entonces pareciera que los hechos dan razón a quienes dicen que somos egoístas. Que la filosofía de “primero yo, segundo yo y siempre yo” estuviera en nuestro ADN y que los beneficios, posibilidades de ascenso y reconocimientos sólo fueran para quienes (por trabajo, herencia, estudio, destino, suerte…) han contado con mayores privilegios. Es como si no existieran puntos intermedios y sólo existieran “favorecidos” y “desfavorecidos”.
Experimentamos una pesada carga histórica: aventureros españoles (¿conquistadores?, ¿invasores?) que se atribuyeron el rol de superiores frente a indígenas (¿inocentes?, ¿violentos?), en la Conquista. “Iluminados” dirigentes españoles versus ciudadanos con derechos limitados por haber nacido de una mujer indígena, en la Colonia; y compatriotas “ricos” defensores del establecimiento contra colombianos “pobres” que lideran peligrosas revoluciones para reivindicar sus derechos.
Esta historia nos ha llevado a ser un país fragmentado. Los grupos de poder (político y económico) han construido barreras ideológicas y de lenguaje que rayan en la estigmatización y la división entre buenos (ellos) o malos (los otros), entre amigos (nosotros) o enemigos (ellos) o entre “dueños” o no de derechos, según su etnia, color de piel, religión, lugar de origen, orientación sexual, edad, sexo. El clasismo, la estigmatización y la injusta victimización son tales, que incluso muchas veces escuchamos y no reparamos lenguajes ofensivos y excluyentes: “no se haga el marica”, “trabajo como negro”, “tiene más dinero que un cura con dos parroquias”, “más ignorante que un policía”, “pobre y bruto” …
El incluir (como acción opuesta a excluir) es un principio, pero la anhelada convivencia no parte solo de la reconciliación o incorporación de estos grupos a los escenarios de participación social, ni de asignarles unas cuotas o, incluso, de darles beneficios especiales o subsidios. La reconciliación debe fundarse en una apuesta por acabar con la radicalización y la polarización y, sobre todo, en que la sociedad en su conjunto vea a todos como iguales en su humanidad y diferentes en sus expresiones de vida, y que dicha diferencia constituya una oportunidad de crecimiento, personal y social, de todos.
Me explico mejor. Posiblemente, respetado lector, usted no ha padecido las ofensas, miradas, palabras o restricciones normativas que han vivido personas con una piel diferente a la suya, o con limitaciones físicas de las que usted desconoce lo que significan, o con una orientación sexual diversa, o que simplemente por la historia de nuestro país, han sufrido una absurda violencia. Pero posiblemente usted, por decisión propia o por variables ajenas a su control, enfrenta situaciones que, tal vez en otros contextos, le pudieran valer una injusta y errónea estigmatización o segregación: ¿ve bien?, ¿usa anteojos?, ¿habla otros idiomas?, ¿está alfabetizado virtualmente?, ¿ha ido a otros países?, ¿se apasiona u odia a un equipo de futbol?, ¿tiene vehículo o finca raíz?, ¿ha tenido algún pariente con problemas legales?, ¿ha sido penalizado injustamente?, ¿tiene alguna adicción?, ¿experimenta sobrepeso?, ¿le han llamado loco por sus ideas?, ¿le gusta ir en contra de la moda?
¿Qué pasaría si la sociedad lo empieza a invisibilizar o a sancionar por alguna de estas situaciones o conductas, o muchas más? En un escenario de verdadera humanidad, ni siquiera pensaríamos en ello. La colaboración y el servicio fluirían por sobre la crítica y la sanción.
Ese es el reto que, como sociedad tenemos. La inclusión no es un tema político sino de sensibilidad. No es una norma, es una actitud para la convivencia. Y el interactuar con otros, diferentes entre sí, no debe representar una incomodidad, sino una oportunidad para aprender, convivir y crecer como país. Para que las paradojas e inconsistencias de nuestra nación cedan paso a la coherencia.
Por: Jaime Alberto Leal Afanador*
*El autor es rector de la Universidad Nacional Abierta y a Distancia (Unad).
Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.
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