Tal como en la época de nuestros abuelos, muchos quieren hoy que las relaciones entre las personas sean estrictamente vigiladas por el resto de la sociedad. ¿Qué está pasando con esta nueva era de los modales y la etiqueta?

Hasta hace unas pocas generaciones, los modales y la etiqueta eran fundamentales en el mundo occidental. Y cuando hablo de modales y etiqueta no quiero que piensen en cómo usar los cubiertos en la mesa. Quiero que piensen en las normas detrás de la manera en la que nos relacionamos en sociedad.

Hasta comienzos del siglo XX, las interacciones sociales debían seguir formas muy específicas. El contexto en el que esto era más evidente era la relación entre hombres y mujeres. En el mundo de nuestros bisabuelos, existía una detallada serie de normas que regulaba lo que un hombre podía decir y hacer al interactuar con una mujer, y viceversa. Las relaciones entre personas de diferentes cohortes y clases sociales también estaban profundamente codificadas. Por ejemplo, alguien joven debía ser particularmente respetuoso con alguien mayor, debiéndose referir a él como “Señor,” “Don,” o “Doctor”. Un trato similar se esperaba de alguien pobre hacia alguien rico o influyente.

Las desviaciones de estas formas eran interpretadas como comportamientos ofensivos. Algunos de los conflictos generados por estas desviaciones se resolvían bilateralmente, a veces a través de métodos bastante drásticos, como las solicitudes de duelo. Sin embargo, el sistema, en su mayoría, estaba basado en sanciones multilaterales. La comunidad; a través de burlas, rechazos, o golpizas; solía aislar y dar escarmiento a aquellos que no seguían dichos códigos. En esa medida, los modales y la etiqueta eran valiosos. Estos modales, además, se convirtieron en referentes de pertenencia de clase y herramientas de diferenciación social. La etiqueta era un arte en el que las clases altas podían educarse y a partir de cuyo dominio podían distinguirse del resto de la población.

Esto, sin embargo, cambió a lo largo del siglo XX. Desde los 20s, hemos visto una progresiva casualización de las interacciones sociales. Es decir, las formas aceptables en las relaciones entre personas se fueron ampliando y flexibilizando. Los usos de aquellos títulos como “Don” y “Señor” se fueron reduciendo a ambientes legales o corporativos donde los esfuerzos por mantener la ritualidad del trato han sido explícitos. Similarmente, y esto a pesar de lo popular que es hoy señalar cuán diferentes son tratadas las mujeres, la etiqueta en el trato entre hombres y mujeres es hoy bastante más simple y homogénea que hace 100 años.

Hubo muchas fuerzas detrás de esto. Por un lado, la reducción sostenida de la pobreza y la desigualdad llevaron al desmoronamiento de muchas de las jerarquías sociales tradicionales. La ampliación de la oferta de servicios masivos financiados con impuestos, como los parques y sistemas de transporte público, trajo mayor exposición de personas a gente de clases sociales diferentes en contextos de pares. El aumento de la participación laboral femenina y la expansión de la educación laica mixta multiplicó la frecuencia de interacciones entre hombres y mujeres. Y los avances tecnológicos en el sector del entretenimiento; como la expansión de la radio, el cine, y la televisión; ofrecieron la posibilidad de que referentes culturales de grupos sociales por fuera de las élites se difundieran exitosamente. Todo esto llevó a sociedades más integradas, en las que los rituales de diferenciación entre grupos sociales empezaron a carecer de sentido.

Algunas fuerzas adicionales siguen dirigiéndonos en la misma dirección, y aquí valdría la pena resaltar el rol de las aplicaciones de citas, las cuales facilitan la construcción de lazos cercanos entre personas de círculos sociales distantes. Sin embargo, la mayoría de aquellas fuerzas que nos llevaron a una sociedad más integrada se han agotado. La desigualdad en el mundo desarrollado ha aumentado en las últimas dos décadas, mientras la movilidad social se ha estancado, al igual que la participación femenina dentro la fuerza de trabajo y la población estudiantil.

Más preocupante aún es que algunas nuevas fuerzas parecen dirigirnos hacia más segregación. En particular, la amplia adopción de ideas que promueven mayores costos en las interacciones entre grupos sociales es mi mayor preocupación. Hoy, nuevamente, debe ser uno particularmente cuidadoso con la forma en la que se dirige a personas de comunidades diferentes a la propia. Todo tipo de cosas que hace 20 años eran consideradas normales, hoy son ofensivas. La cultura de la cancelación, además, ha aumentado las penalidades por estas ofensas. Pronunciar mal el nombre de alguien, usar los pronombres equivocados, u ofrecer un halago no solicitado pueden generar escándalos con el potencial de destruir la vida de cualquier persona. Incluso interacciones bilaterales completamente consensuales, como aquellas entre personas con grandes diferencias de edad o clases sociales, son miradas con recelo por los defensores de aquellas ideas. Tal como en la época de nuestros abuelos, muchos quieren hoy que las relaciones entre las personas sean estrictamente vigiladas por el resto de la sociedad.  

Con esto no estoy cuestionando las razones detrás de la promoción de estos nuevos códigos. Muchos de ellos son esfuerzos por eliminar prácticas estructurales de abuso de poder y discriminación. Por supuesto que eso es positivo. Sin embargo, es importante reconocer que con ello surgen nuevas barreras a la interacción social, las cuales, además de amenazar las libertades individuales, también traen el germen mismo de la discriminación. Al igual que con los modales y la etiqueta de nuestros bisabuelos, los códigos que promueve el wokismo son hoy usados para distinguir aquellos “bien educados” de quienes no lo son. Las élites y su educación logran, nuevamente, separarse de las masas y sus “burdas” prácticas.

Por: Javier Mejía Cubillos*
*El autor es Asociado Postdoctoral en el departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Stanford. Ph.D. en Economía de la Universidad de Los Andes. Ha sido investigador y profesor de la Universidad de Nueva York–Abu Dhabi e investigador visitante de la Universidad de Burdeos.

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.

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