Si el castigo es necesario en las sociedades, ¿Cuál es la forma de castigo ideal? ¿Qué tan efectivas son las formas arbitrarias de justicia en donde predomina la violencia?

Las sociedades necesitan mecanismos efectivos para castigar comportamientos reprochables. Los necesitan por razones prácticas. El castigo funciona como un disuasor que limita la ocurrencia de esos comportamientos, reduciendo así sus potenciales perjuicios sobre la comunidad.

Más importantes, sin embargo, son las razones “espirituales” por las que estos mecanismos son necesarios. Uno de los resultados más robustos de la etnografía comparativa es que, a lo largo y ancho del mundo, la justicia es un principio valorado colectivamente. Por supuesto que las nociones de qué es justo entre una y otra sociedad varían, pero no existe algo así como una sociedad donde la justicia sea irrelevante. Y el principal símbolo en el que la abstracta noción de justicia suele plasmarse es el castigo a quien obra “mal.” En ausencia de ese símbolo, el malestar por la falta de justicia prolifera y el conflicto social germina.

Ahora bien, existen muchas formas de castigo. El ideal, a mi parecer, es el que uno podría llamar “sistema occidental moderno de justicia,” el cual está basado en juicios independientes e imparciales que presumen la inocencia del acusado, donde la privación de la libertad es el tipo de pena predominante, y cuya intensidad se considera proporcional a la gravedad del comportamiento penalizado. Este sistema es producto de siglos de discusión en estudios legales y filosofía moral y goza de muchas virtudes, entre ellas, un esfuerzo explícito por evitar lastimar a inocentes y por promover la regeneración de los culpables y no solo su punición. En repetidas ocasiones, he defendido esas virtudes ante la proliferación de posturas que ven a la justicia como un mecanismo que no debe hacer más que satisfacer y proteger a las víctimas.

Habiendo dicho eso, creo que es importante ser conscientes de que existen otras formas de castigo que quizá tengan otro tipo de virtudes. En Latinoamérica, por ejemplo, existen tradiciones con orígenes precolombinos, en las que, entre otras cosas, los juicios se realizan localmente y la violencia física es el tipo de pena predominante. Hoy este tipo de castigo es cotidianamente implementado al interior de territorios indígenas autónomos en países como Colombia y Ecuador.

Un ejemplo reciente de mayor escala y más articulado a una sociedad occidental lo conocí esta semana, gracias a una conversación con mis colegas del Laboratorio en Pobreza, Violencia, y Gobernanza de Stanford. Ellos, que hacen trabajo de campo intensivo en América Latina, me contaron cómo varias comunidades de la región Montaña en el estado mexicano de Guerrero han generado un sistema de seguridad y justicia cooperativo completo como respuesta a las décadas de insatisfacción con la labor del Estado en esos frentes.

Este sistema penaliza todo tipo de comportamientos —desde estar borracho en la calle hasta torturar o matar— priorizando la inmediatez y la transparencia del proceso. Así, los acusados son capturados rápidamente, juzgados en procesos abiertos al que cualquier persona puede asistir, y condenados a penas, normalmente de prisión, relativamente cortas. Todo el sistema es implementado y regulado por la comunidad —i.e. los policías, jueces, y carceleros son miembros de la comunidad.

Prácticas informales de penalización similares se han vuelto cada vez más comunes en zonas urbanas de Latinoamérica. Por ejemplo, en Colombia se ha popularizado la “paloterapia,” un término usado para describir las golpizas colectivas de la ciudadanía a criminales —atracadores y violadores, principalmente. Estas prácticas, a diferencia del sistema de Guerrero y la justicia indígena de territorios autónomos, son espontaneas y descentralizadas. Sin embargo, también están basadas en la expectativa de que el sistema oficial no funciona y priorizan un castigo inmediato de alta visibilidad. Tanto es así que buena parte de los actos de ‘paloterapia’ son grabados y compartidos en redes sociales.

Por supuesto que la ‘paloterapia’, como cualquier otro sistema basado en juicios expeditos, vulnera sistemáticamente los derechos del acusado. Por esta y varias razones más, yo considero este tipo de prácticas inferiores moralmente a las que caracterizan el sistema occidental moderno. No obstante, no podemos negar su popularidad y efectividad. Las comunidades parecen preferirlas a las alternativas formales y los criminales parecen temerles más que a aquellas otras alternativas.

En esa medida, es una conversación que debemos tener seriamente. No podemos seguir escondiéndola debajo del tapete del moralismo occidental. Debemos hablar sinceramente de qué valores buscamos con la justicia. ¿La rapidez en la penalización? ¿La protección de los derechos del acusado? ¿La reparación a las víctimas? ¿La no repetición? Y esta conversación debe ir más allá de los elementos aspiracionales. Por supuesto que debemos pensar cuál es el sistema ideal, pero también cuál es el sistema que realísticamente podemos proveer.

Si de verdad queremos una justicia occidental moderna, necesitamos invertir seriamente en ella. Necesitamos mayor fuerza pública que capture delincuentes, necesitamos más fiscales que estudien y dirijan los casos, y necesitamos más jueces, mejor entrenados, que puedan estudiar con detenimiento aquellos casos. Rechazar la ‘paloterapia’ y no apoyar la priorización presupuestaria de la seguridad y la justicia es una completa hipocresía. Tal como también es una hipocresía aceptar la ‘paloterapia’ pero abogar por la defensa de la institucionalidad y la división de poderes, porque si de verdad queremos una justicia occidental moderna también debemos reconocer sus deficiencias. Debemos aceptar que los procesos de enjuiciamiento son largos, que personas popularmente percibidas como monstruos puede recibir penas mucho menores de las que las masas quisieran,  y que los adalides del pueblo también pueden ser investigados y condenados.

Por: Javier Mejía Cubillos*
*El autor es Asociado Postdoctoral en el departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Stanford. Ph.D. en Economía de la Universidad de Los Andes. Ha sido investigador y profesor de la Universidad de Nueva York–Abu Dhabi e investigador visitante de la Universidad de Burdeos.

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.

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