El tiempo ha ido llevando a críticas cada vez más pequeñas y a que sean las estrellas el único elemento que orienta la decisión de los espectadores. Al tiempo, el algoritmo ha entrado como principal filtro de lo que los espectadores ven. ¿Qué rol juegan ahora los curadores?

Hace algunas décadas, el sueño de cualquier cinéfilo era acceder a ciertos materiales audiovisuales ampliamente reconocidos como obras de arte o relatos entrañables. Hoy, como nunca en la historia, cualquier persona puede acceder, aquí y ahora, al más amplio catálogo de materiales audiovisuales producidos. Pasamos de la dificultad de acceder a películas y series a la de tener que elegir entre muchas opciones.

Antes de la llegada del video, los espectadores debían acudir físicamente a salas de cine para ver las películas, y la función de la crítica era comentar a aquellos que no tenían la oportunidad de acceder al material, cuáles eran aquellas películas imperdibles sobre las que había que saber. Las revistas de cine estaban llenas de artículos escritos por críticos que conocían perfectamente las películas, aún sin haberlas visto, por todo lo que habían leído sobre ellas y esto hacía que la exhibición de algunos filmes podía convertirse en una oportunidad única para los cinéfilos.

El video popularizó las películas aumentando la brecha entre las comerciales y las consideradas como de autor. Los videoclubs se llenaron, entonces, de películas de Hollywood agrupadas por géneros cinematográficos relegando a esas “otras” películas a la sección de “cine internacional” (aún a las nacionales).  En ese punto, los cineclubes (muchos de ellos convertidos en videoclubes) se consolidaron como espacios de resistencia frente a la oferta comercial y sirvieron, además, como una guía importante para los cinéfilos que no se limitaban a lo que Hollywood solía ofrecer. 

En los cineclubes empieza a cobrar especial importancia la conversación (oral o escrita) frente a las películas, pues todo cinéfilo sabe que su conocimiento puede ser ampliado y fortalecido por los análisis que otros hacen sobre el mismo material. Allí emerge una verdad importante: para aprender de cine no basta con ver películas, hay que leer también sobre cine. Así las cosas, la crítica cinematográfica, que operó inicialmente como un punto de contacto entre los espectadores y las películas, empieza a adquirir una misión como moderadora de la discusión, como catalogadora (o catadora) y como filtro frente a una oferta cada vez más accesible.

En los periódicos se publican críticas a las películas con análisis más o menos minuciosos y se ponen estrellas para dar un veredicto sobre su calidad. El tiempo ha ido llevando a críticas cada vez más pequeñas y a que sean las estrellas el único elemento que orienta la decisión de los espectadores.

Hasta los años 80, la mayoría de los cines estaban en los centros y barrios de las ciudades y cada sala presentaba solo una o dos películas. Ir a cine, por tanto, era un ritual para acercarse y disfrutar de una película, en el que la comida se consumía en un intermedio programado. La llegada de los multiplex a los centros comerciales invirtió la ecuación enfatizando en el plan de ir con amigos o con la pareja a una sala a comer palomitas, dejando la elección de la película como una decisión de último momento, prácticamente intrascendente. Desde entonces, la audiencia se acostumbró a ir a cine y no a las películas.

La llegada de las plataformas de contenido audiovisual (OTT o plataformas de streaming) trajo consigo la mejor y, al mismo tiempo, más peligrosa herramienta para los espectadores: el algoritmo, con una promesa que cumple a medias: ofrecer contenido que pueda ser del agrado de cada espectador, con el riesgo de proponer círculos viciosos en los que cada uno puede ver solo más de lo que ha visto y perderse en recomendaciones basadas en la popularidad y no en la calidad.

Aquí es importante convenir que la popularidad de una película no es un indicador de calidad y que el hecho de que algo guste mucho a la mayoría no significa que deba gustar a todos. Es un hecho que la cartelera comercial es cada vez más limitada y que hay muchas películas que obedecen a fórmulas previamente establecidas y a decisiones tomadas por grupos de marketing y ejecutivos de ventas. Esta forma de producción ha hecho que muchas películas sean exitosas, pero también ha llevado a fracasos estruendosos cuando la fórmula se agota.  A esto se suma la popularización de la inteligencia artificial que, al menos de momento, se convierte en una fuente inagotable de clichés para la creación audiovisual al elegir historias entre un mar de estereotipos.

Hoy necesitamos que nos orienten en un mar de contenidos en el que es fácil naufragar. Como si fuera poco el material que alberga una sola plataforma, muchos tenemos acceso a varias de ellas (muchas son gratuitas) y necesitamos que alguien nos diga cómo invertir nuestro poco tiempo en un material audiovisual que realmente valga la pena. Por fortuna, son muchos los que hoy han asumido esta labor en las redes sociales, pero también es importante hacer una curaduría de curadores para identificar a aquellos que solo repiten la trama de quienes aportan algo diferente. Elegir una película puede convertirse en una cita, tan buena que queremos repetirla o tan mala que queramos abandonarla.  En el caso de una serie de televisión es aún peor, pues se trata de un compromiso de largo plazo en el que invertimos tanto tiempo que parece más un noviazgo o matrimonio, con decepción o tristeza de ruptura incluida. 

La curaduría de contenidos audiovisuales emerge, entonces, como una necesidad latente de nuestros tiempos. Al juicio categórico de un crítico que destroza una película y “prohíbe” a los espectadores verla, debe oponerse ahora el comentario de un curador de contenidos que analice cada material y permita a los espectadores (cada vez más activos) tomar decisiones informadas y escapar de la tiranía de la oferta comercial y los algoritmos. 

Por: Jerónimo Rivera-Betancur*
*El autor es director del programa de Comunicación Audiovisual, Universidad de La Sabana.

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