La historia permite decirle a la sociedad que pensar algo que sucedió años, décadas, o hasta siglos atrás, con ella hay respuestas para enfrentar nuestros problemas hoy.

George Santayana alguna vez dijo que “aquellos que no conocen su historia, están condenados a repetirla”. Este es uno de los aforismos favoritos de muchos de aquellos que, como yo, se dedican a estudiar el pasado. Lo es porque valida nuestra existencia. Nos permite decirle a la sociedad que pensar algo que sucedió años, décadas, o hasta siglos atrás, nos dará respuestas para enfrentar nuestros problemas hoy. Es decir, esta visión nos permite pensar que nuestro trabajo no es una pérdida de tiempo.

No obstante, esta visión—que algunos conocen por la locución latina Historia est Magistra Vitae—no es unánimemente apreciada en el gremio de los historiadores. De hecho, buena parte de aquellos con raíces en las humanidades la critican fuertemente. Aquellas críticas sugieren que la historia es valiosa por sí misma y que merece ser estudiada, así no tenga ninguna utilidad práctica para nuestro presente. Algo así como el arte. Es fácil argumentar que, más allá de su potencial práctico, los atributos puramente contemplativos de una obra de arte bastan para considerarla valiosa y para justificar la labor del artista al crearla.  

Yo, aunque gran defensor de la visión Historia est Magistra Vitae, veo con parcial agrado algunas de las críticas a las que se enfrenta. En primer lugar, siento que nos previenen de un peligro razonable: enfocarnos exclusivamente en los elementos de la historia que nos pueden servir hoy, nos puede hacer ignorar otros elementos que nos podrán servir mañana. Esto es algo que desborda el estudio de la historia. Es un producto de la inherente incertidumbre de las inversiones en conocimiento. Por ejemplo, muchos de los desarrollos en las matemáticas o la física pura—o la teoría de juegos, para no irnos muy lejos de las ciencias sociales—suelen tener poca utilidad práctica en el momento exacto en el que se generan, pero la inmensa mayoría de ellos logran, décadas después, tener aplicaciones en esferas que era imposible imaginar al ser desarrolladas. Si solo invertimos en generar conocimiento para resolver los problemas de hoy, será poco el conocimiento disponible para resolver los problemas de mañana.

En segundo lugar, aquella visión humanista de la historia nos permite reconocer las dimensiones más sutiles a través las cuales estudiar el pasado nos es útil. Por ejemplo, la historia es importante en la construcción de nuestra identidad colectiva, por medio de lo cual es posible promover la cohesión social, consolidar visiones más refinadas de justicia, y construir legados culturales que guiarán el destino de las generaciones futuras. Todo eso, aunque altamente intangible y difícilmente cuantificable, es profundamente valioso.

Entonces, la idea de que el estudio de la historia no debe limitarse a la búsqueda de enseñanzas útiles para hoy es compatible con un argumento utilitario amplio en el que pensar el pasado sirve para hacer nuestro mundo mejor. Eso me gusta.

Sin embargo, en el día a día, aquella visión humanista de la historia suele utilizarse para evadir la responsabilidad social que tiene todo aquel que estudia el pasado. Estudiar y pensar el pasado es una actividad bastante costosa. Exige muchas horas de trabajo. Trabajo que suele exigir entrenamiento especializado y que, con la ampliación de las herramientas digitales, cada vez requiere más habilidades técnicas. Esto, por supuesto, nos lleva a las disyuntivas tradicionales de asignación de recursos: ¿Por qué esos recursos deberían utilizarse para pensar el pasado y no para responder a los muchos problemas que agobian al mundo en el que vivimos? ¿Cuántos recursos deben ir a pensar el pasado? ¿Qué preguntas merecen más recursos?

Esas son preguntas que debemos hacernos todos aquellos que tenemos el privilegio de dedicar nuestras vidas a pensar el pasado. Y cualquier reflexión cuidadosa de ellas hace claro que es prioritario estudiar cómo algunas sociedades han logrado que sus economías hayan crecido sostenidamente por décadas, mejorando las condiciones de vida de sus poblaciones; cómo otras sociedades han logrado proteger sus democracias ante amenazas de diferente tipo, garantizando las libertades de sus ciudadanos; o cómo salidas diplomáticas han sido posibles en escenarios donde las guerras entre sociedades parecían inevitables, salvando así las vidas de millones. 

Lastimosamente, este tipo de preguntas han pasado a un segundo plano en buena parte de la Academia americana. Basándose en la visión contemplativa del estudio del pasado, las tradiciones más radicales de la historia cultural han desplazado el estudio de la historia económica y política en la mayoría de las escuelas de humanidades en los EEUU. Hoy, los historiadores económicos y políticos en departamentos de historia son verdaderas especies en vía de extinción. Y aunque mucho de lo que aún se estudia en esos departamentos es interesante, cuesta pensar que lo sean tanto como para eclipsar por completo el tipo de preguntas que describo arriba.

Esta es una tendencia que las nuevas generaciones deben revertir. Mi recomendación para aquellos adentrándose al estudio del pasado de forma profesional es la siguiente:

Siéntanse cómodos soltando el peso del presente. No hacen falta los lentes de hoy para ver el ayer. Enamorarse del pasado por sus propias virtudes es lo correcto. Sin embargo, nada de esto no debe hacerlos olvidar el privilegio que es poder dedicar la vida al estudio de la historia y la responsabilidad con el resto de la sociedad que viene con ello. La historia debe ayudarnos a hacer del mundo en el que vivimos uno mejor.

Por: Javier Mejía Cubillos*
*El autor es Asociado Postdoctoral en el departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Stanford. Ph.D. en Economía de la Universidad de Los Andes. Ha sido investigador y profesor de la Universidad de Nueva York–Abu Dhabi e investigador visitante de la Universidad de Burdeos.

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.

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