Oficiar de profesor no siempre significa serlo; se requiere de una vocación profunda y de una preparación constante. ¿Qué retos quedan por superar en esta profesión?
¡Qué abominable es aquel que instruye a los niños (y a los ignorantes) con mentiras! Cuando están descubriendo su entorno y necesitan saber cómo desenvolverse sin equivocarse tanto, la misión de cada profesor y, sobre todo, de los padres es orientarlos con acierto. Es triste notar que los asesoran con posturas deformadas por las creencias o por las meras intuiciones del confundido preceptor, quien replica las taras que él mismo padece. El tenebroso problema crece cuando se aceptan esos modelos y confían en ese mentor que les tocó en suerte.
Así, sobre ciertos asuntos tildados de indecorosos, llegan la malicia y los prejuicios del adulto con sus ridiculeces: cigüeñas trayendo bebés, una leche que hace crecer, niños que deben quedarse callados y quietos, un Papa Noel que lo ve todo, una sopa que da superpoderes, un Niño Dios que traerá regalos o un “ya casi llegamos” en los viajes largos. Al paso del tiempo, las experiencias se compararán con esas versiones, y así se sabrá, también, que existe la mentira.
El alto riesgo también se asienta en la llamada “educación formal” al remarcar esas distorsiones, por supuesto con salvedades. Oficiar de profesor no siempre significa serlo; se requiere de una vocación profunda y de una preparación constante. Toda idea que se exponga en las aulas de clase debe entrañar el llamado “beneficio de la duda” a fin de que los estudiantes sepan pronto que todos se equivocan. El profesor, a pesar de eso, debe comprobar con fuentes diversas y muy confiables cada información que comparte y alentar siempre a los alumnos a que procedan de la misma forma ante cualquier dato nuevo: Tragar entero es la mayor causa de intoxicación y, a veces, de muerte.
Muchos conceptos se transmiten así porque se cree que llevan la verdad. El inmenso amor por los padres y la admiración por incontables maestros son comprensibles, pero un estudiante mesurado debe distinguir entre los afectos y la razón, y es necesario notar cómo los seres queridos también fallan. Aunque las emociones hacen parte de la formación integral, investigar y reflexionar conforman dos de las actividades centrales de una auténtica educación, siempre con la libertad como base. Una acción distinta apuntará más a amaestrar, a adoctrinar, a empacar a los nuevos ciudadanos en concepciones cuadriculadas y generalizadas. La educación requiere de la réplica, del debate, del análisis, de la demostración, de la creatividad, además de la consulta y el cuestionamiento a los grandes maestros de la humanidad.
Para todo ello, hacen falta los fundamentos. Sin estos, todo lo que se construya encima resultará enclenque o caerá sin remedio. De ahí, la trascendencia de la ¡educación básica!, y esta no debe ser una caricatura pintada en un diploma oficial o en el cúmulo de calificaciones legalizadas. Las competencias y los talentos pueden demostrarse sin esos formalismos, alterados infinidad de veces. Se requiere, al menos, el dominio de una matemática elemental, de un hábito de lectura, de la visión histórica de su mundo y su cultura, de un razonamiento coherente.
¡El proceso de aprendizaje es continuo y no concluye hasta el último día de la existencia! Quien imagine que ya sabe lo suficiente, empezará a estancarse, a vivir a partir de dogmas, fórmulas, doctrinas o postulados, todos avasalladores, que conducirán al estatismo o al fanatismo, la peor de las condiciones humanas (“es que yo soy así”). Las diversas posibilidades de la educación son las que abrirán el camino para formar el criterio, muy hermanado con la palabra “crítica”, que consiste en sopesar, comparar y asociar toda información y asumir una posición autónoma ante la perspectiva del universo. Y cada uno debe contar con la suya.
La farsa se consolida cuando aprueban a millones de estudiantes con felicitaciones o resultados favorables de evaluaciones muy distintos a los talentos de cada uno. La fragilidad emocional de gran parte de las nuevas generaciones induce a padres y profesores a celebrar méritos inexistentes, sugiriéndoles a los ingenuos aprendices que reúnen competencias que apenas son majaderías. Eso es mentirles. El saber (¡por favor, profesores y padres!) implica cierta aflicción, grandes dosis de esfuerzo y consagración y, sobre todo, la demostración de ese saber.
A ese espejismo se suman las pantomimas en un auditorio o salón de recepciones, donde los graduandos reciben regalos, música, abrazos, más felicitaciones y hasta viajes para compensar la inoperancia. Hay brindis y elogios solo por un fantasma de aprendizaje que por varios años flotó en las aulas de un montón de colegios y universidades. Por supuesto y por fortuna, se reitera que hay muchas excepciones, porque incontables estudiantes bien merecen esas muestras de regocijo.
Las lamentables conductas, no obstante, se arraigan más en los prisioneros del rectangular bazuco electrónico, ese artefacto que funciona como la prótesis cerebral, que aliena y petrifica el razonamiento, hundiendo a sus víctimas en mundos artificiales que les impiden descubrir y afrontar la realidad. Varios han reducido tanto su lenguaje que, al parecer, hablarían escasamente con su mascota, pues se quedan solo en “¡guau!”, “dale” o “¡uf!”. Sin embargo, algunos siguen respirando. Al respecto, un simpático profesor añadía: “¡Y no ladran porque mi Dios es muy grande!”.
Los jóvenes conducirán pronto a la sociedad, y el noble propósito consiste en que cada uno desempeñe el trabajo para el cual tiene ingenio y pasión. No habrá éxito sin las destrezas requeridas y una vocación reconocida. Nada extraña, entonces, que a muchos “ingenieros” se les derrumben los puentes, que incontables “médicos” desconozcan cómo salvar una vida, que una infinidad de “abogados” ignore la jurisprudencia, que innumerables “comunicadores” propaguen muchos errores ortográficos y tartamudeen frente a un micrófono. Aun así, a casi todos ellos se les ha expedido un título por unas habilidades que no existen: el subdesarrollo y la corrupción en Colombia no son casuales.
De qué valen los grandes esfuerzos de un ministerio por garantizar la conexión a internet en todo el país si ciertos profesores y estudiantes piensan solo en acceder a una distracción para impedidos o para unos ilusos que sueñan con ser influenciadores de aletargados. Con ese perfil, ya hay millones en todo el mundo, y aumenta la cifra de lerdos.
Por: Jairo Valderrama*
*El autor es Doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Austral (Argentina) y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de la Sabana (Colombia).
Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.
Lea también: Economía del lenguaje: libertad de elegir la esclavitud