En las democracias liberales nos convendría abandonar de una vez por todas el concepto de pueblo para hablar de las personas que hacen parte del Estado. ¿Por qué?

La Constitución de los Estados Unidos comienza con las palabras “We the people of the United States”—i.e. “Nosotros las personas de los Estados Unidos” o “Nosotros el pueblo de los Estados Unidos”. Esto ilustra bien el significado predominante del concepto de pueblo en la tradición política anglosajona. Bajo esta tradición, el pueblo es un sustantivo plural que representa a todas las personas que componen una sociedad, y cuyo acuerdo es necesario para la existencia de un Estado legítimo.

En Latinoamérica, el pueblo significa algo diferente. Existen al menos tres dimensiones estructurales en las que la noción latinoamericana de pueblo difiere de aquella tradicional visión anglosajona.

Primero, el pueblo en español es un sustantivo singular, no plural. Y aunque esto parezca una nimiedad gramatical, no lo es. Esto se traduce en un entendimiento específico del pueblo como una masa uniforme, no como un conjunto de individuos heterogéneos. Así, cuando se describe una protesta como un evento en el que “el pueblo expresa su sentir”, se está ofreciendo la falsa idea de que todas las personas allí tienen una visión común del mundo, exagerando su cohesión y capacidad de coordinación y minimizando los potenciales conflictos y diferencias entre ellas.

Segundo, cuando se habla del pueblo en Latinoamérica no se suele hacer referencia a todas las personas de la sociedad. Es, más bien, un término que se usa bajo lógicas de diferencias de clase. En particular, el concepto de pueblo se tiende a contraponer a la élite, siendo poco claro si la clase media hace parte de él. Esto es evidente en las discusiones fiscales en la región. El gasto público típicamente pensado como dirigido al pueblo es aquel concentrado en la base de la distribución de ingresos—por ejemplo, políticas como los subsidios al transporte público o las entregas de alimentos. Sin embargo, prácticamente toda reducción de impuestos sobre hogares con los marcadores tradicionales de clase media—atributos como ser propietario de una casa y un carro—suele también describirse como una política a favor del pueblo, aunque estos grupos en Latinoamérica estén dentro del 30% de mayores ingresos.

Tercero, el pueblo en América Latina se entiende como la base de la competencia electoral de corto plazo, más que como los cimientos del diseño institucional de largo plazo. En el contexto anglosajón, el concepto del pueblo está en el corazón de las discusiones sobre los grandes principios colectivos que aspiran regir la sociedad por décadas, tal como aquellos planteados en una constitución. No obstante, el pueblo es raramente invocado en el debate electoral, donde persuadir grupos específicos es la prioridad de los discursos de campaña. En Latinoamérica, por el contrario, el debate electoral suele estar lleno de referencias al pueblo. Todo candidato se declara representante del pueblo, incluso aquellos que han estado por décadas en altos cargos políticos o que son provenientes de familias adineradas.

En conjunto, es claro que el concepto de pueblo en América Latina es ambiguo y excluyente. Más importante aún, este concepto es perjudicial para la consolidación de los valores republicanos en la región. Cuando los políticos latinoamericanos invocan al pueblo nos están arrebatando nuestra identidad. Nos están poniendo un uniforme y nos están haciendo combatir con quienes en el pasado acordamos formas coexistir.

La coyuntura política colombiana ejemplifica esto perfectamente. Cuando el presidente Petro habla del pueblo, claramente hace referencia a sus simpatizantes y no a toda la sociedad, promoviendo divisiones entre los colombianos. Así lo demuestra cada vez que describe las marchas de sus seguidores como las expresiones del pueblo, pero habla de las marchas de sus opositores como símbolos de gente engañada por el paramilitarismo o el neoliberalismo. El pueblo, además, es descrito por el presidente como perfectamente unido y carente de división alguna, por lo que naturalmente piensa su programa de gobierno como un mandato unívoco, más que como el resultado de negociaciones entre personas que deben conciliar sus diferencias. En definitiva, cuando el presidente argumenta que su agenda de gobierno debe implementarse a toda costa porque representa la voz del pueblo, lo que está diciendo es que los grandes acuerdos consolidados en el orden constitucional (que sí se aproximan a la verdadera idea de la voz de todos los colombianos), deben ser sacrificados para complacer a sus simpatizantes.

Por esto, en las democracias liberales nos convendría abandonar de una vez por todas el concepto de pueblo para hablar de las personas que hacen parte del Estado. Esto es algo que hemos hecho en el pasado. Conceptos como súbdito o cristiano tuvieron un significado similar en los Estados de Occidente por siglos. Afortunadamente, su incompatibilidad con los valores republicanos modernos fue reconocida y, eventualmente, estos conceptos fueron percibidos como anacrónicos y desaparecieron de la conversación política. Dejemos de hablar del pueblo entonces. Hablemos de las personas, porque eso somos, personas que pensamos diferente pero que hemos acordado formas para negociar nuestras diferencias en las que procuramos impedir que aquellos a quienes les entregamos la responsabilidad de ejecutar la política pública abusen de su poder y se conviertan en tiranos.

Por: Javier Mejía Cubillos*
*El autor es Asociado Postdoctoral en el departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Stanford. Ph.D. en Economía de la Universidad de Los Andes. Ha sido investigador y profesor de la Universidad de Nueva York–Abu Dhabi e investigador visitante de la Universidad de Burdeos.

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.

Lea también: ¿Para qué sirve la historia?