Un proyecto inmobiliario está generando controversia en el área metropolitana de Barranquilla, entre otras cosas por su magnitud, pues contempla la construcción de 14 mil viviendas de interés social. ¿Cuál es la molestia?

Una de las grandes obsesiones en mi tarea como opinador es promover la reflexión sobre los retos del desarrollo. La opinión pública suele pensar el desarrollo como un estado de plenitud absoluta, al que las sociedades llegan fácil, rápida, e indoloramente. Sin embargo, en realidad, el desarrollo es algo bastante diferente. Es un destino imperfecto que resulta de seguir un largo sendero lleno de costos generalizados, tensiones políticas, y dilemas morales. Ignorar esto es tremendamente dañino, y hoy quisiera ejemplificarlo con una controversia de la política urbana del Caribe colombiano. Esta controversia se centra en la conveniencia de un proyecto inmobiliario que se está desarrollando en el área metropolitana de Barranquilla—en Puerto Colombia, para ser más precisos—llamado Ciudad Mallorquín. Este proyecto es liderado por Grupo Argos y planea ofrecer, entre otras cosas, más de 14 mil viviendas de interés social.

Los beneficios de este proyecto son innumerables. Para empezar, la construcción de 14 mil viviendas es una contribución gigantesca a la reducción del déficit habitacional de la población de bajos ingresos en la Costa Caribe—para tener algo de perspectiva, en toda Colombia, se vendieron 32 mil viviendas de interés social en los últimos 12 meses. Además, la alta densidad del proyecto y su privilegiada ubicación han permitido la atracción de actividades no residenciales a la zona. Así, los habitantes de este proyecto tendrán acceso a supermercados, colegios, restaurantes, y centros comerciales, además de disponer de más 130 mil metros cuadrados de parques e instalaciones deportivas. En otras palabras, Ciudad Mallorquín transformará la vida de decenas de miles de personas de bajos ingresos como quizá ningún otro proyecto inmobiliario en el Caribe colombiano ha hecho antes.

Pero el proyecto no solo beneficiará a quienes vivan en él. Su construcción ya ha empezado a transformar la economía regional. Tan solo el año pasado, el proyecto generó más de 3 mil empleos directos y otros tantos miles indirectos a lo largo de su cadena de suministros. A esto hay que sumarle el masivo impacto positivo de Ciudad Mallorquín en las finanzas públicas locales. Se estima que al terminar el proyecto, el recaudo predial de Puerto Colombia se duplicará, lo cuál debería traducirse en una explosión de obras públicas que podrían cambiar para siempre al municipio.

¿Ahora bien, por qué existe una controversia alrededor de algo con tantos beneficios aparentes? Bueno, pues como cualquier proyecto de esta envergadura, Ciudad Mallorquín transformará el entorno en formas que no todos consideran apropiadas. En particular, la zona donde se construye el proyecto ha sido tradicionalmente vista por los barranquilleros como una área de estratos altos, de baja densidad, y de un particular atractivo natural. En línea con esto, buena parte de la élite barranquillera vive, trabaja o estudia en la zona y ven con preocupación cómo se transformarán sus vecindarios con la llegada de un gran número de altos edificios de otros estratos sociales.

Esta preocupación ha motivado una profunda oposición al proyecto, la cual, favorecida por la influencia y poder los vecinos de la zona, empieza a dominar la opinión pública local. Los argumentos esbozados por los críticos de Ciudad Mallorquín son de mucho tipo, pero cuesta no leer en la mayoría de ellos algo de regionalismo y clasismo. Algo así como un desagrado subyacente con que empresarios paisas estén definiendo los patrones urbanos de la región y que a esta zona de “gente bien” ahora empiecen a llegar masivamente personas de otros orígenes socioeconómicos. Mejor dicho, es difícil no ver aquí una expresión criolla de NIMBYismo.

Habiendo dicho esto, algunas de las críticas al proyecto sí son razonables. Por ejemplo, existe la preocupación por los impactos ambientales. Aunque el terreno donde se construye Ciudad Mallorquín no es parte de ninguna reserva protegida o de algún ecosistema extraordinariamente frágil, la llegada de más de 14 mil familias claramente afectará el equilibrio ecológico de la zona de forma permanente. Además, los vecinos consideran que allí no existe la infraestructura vial apropiada para soportar el flujo de decenas de miles de personas nuevas, lo que implicaría un deterioro en el tráfico y una reducción en la calidad de vida de actuales y futuros residentes de la zona.

Sin embargo, el punto relevante para definir la conveniencia del proyecto no es si las preocupaciones de quienes se ven afectados por él son razonables o no, es sí estas deben primar sobre las ganancias potenciales de aquellos que se beneficiarán. Y aquí es exactamente donde es útil la reflexión honesta sobre los retos del desarrollo. Por supuesto que uno podría mantener el norte del área metropolitana de Barranquilla como una zona de baja densidad poblacional donde las élites puedan vivir cómoda y aisladamente, protegiendo además el ecosistema que estos terrenos mantenían hasta ayer.

Sin embargo, las 14 mil familias de bajos ingresos que están buscando comprar su primera casa seguirán necesitando hacerlo y tendrán que esperar varios años más para lograrlo. Y no solo tendrán que esperar más tiempo, seguramente terminarán adquiriendo viviendas en la periferia del área metropolitana, donde tradicionalmente los proyectos para este segmento poblacional suelen concentrarse. Con esto, el impacto ambiental no se reducirá, simplemente se trasladará en el espacio y el tiempo, mientras que las consecuencias en el tráfico del área metropolitana solo podrán ser mayores, ya que estas decenas de miles de personas ahora deberán hacer trayectos más largos para realizar todas sus actividades.

Esta reflexión no implica validar todo tipo de impacto sobre las minorías por la búsqueda de mejoras en el bienestar de las mayorías. En una democracia liberal, el bienestar de las minorías, incluso si son privilegiadas, importa. Y esto parece ser parte de lo que han considerado los promotores del proyecto. Por ejemplo, Grupo Argos ha construido 14,2 kilómetros de nuevas vías y 7,5 kilómetros lineales de ciclorruta que facilitan la accesibilidad a toda la zona. También ha implementado una estrategia de mitigación ambiental, la cual incluye, entre otras cosas, la siembra de 131 mil árboles de bosque seco tropical y 432 mil árboles de especies nativas en diferentes lugares de la región.

Quizá los promotores de este proyecto y los gobiernos locales puedan hacer más para mitigar sus impactos. En esta dirección es que la controversia debería dirigirse. Sin embargo, debería estar por fuera de la mesa la idea de que el proyecto se interrumpa. No solo porque los costos económicos de esta decisión serían catastróficos para la región, sino porque sería una decisión completamente injustificable moralmente. La región y el país tienen que entender que mejorar las condiciones materiales de las personas menos privilegiadas trae costos. Si no estamos dispuestos a asumirlos, debemos reconocer que nos sentimos cómodos con la pobreza y la injusticia. El desarrollo, aunque costoso, es un destino al que nuestra dignidad nos exige dirigirnos.

Por: Javier Mejía Cubillos*
*El autor es Asociado Postdoctoral en el departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Stanford. Ph.D. en Economía de la Universidad de Los Andes. Ha sido investigador y profesor de la Universidad de Nueva York–Abu Dhabi e investigador visitante de la Universidad de Burdeos.

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.

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