Más allá de que sean repúblicas independientes o no, las universidades deben garantizar ser espacios donde se generen, discutan y transmitan ideas libremente. ¿Cómo le va a las colombianas en esa tarea?

En los últimos meses, en varios países de Latinoamérica, diferentes tipos de intervenciones estatales han generado intensas controversias alrededor de la autonomía universitaria. En Nicaragua, la reforma educativa aprobada en noviembre del año pasado le da mayores capacidades legales y financieras al Ejecutivo para regular a las instituciones de educación superior. En Argentina, los recortes al presupuesto universitario de 2024 están acompañados por expectativas de mayor supervisión del uso de aquellos recursos por parte del Estado. Mientras tanto, en Colombia, el gobierno no parece satisfecho con las decisiones del consejo encargado de elegir al rector de la Universidad Nacional, llevándolo a obstruir la toma de posesión de aquel—esto, con el trasfondo de una reforma educativa a portas de presentarse al Congreso que preocupa a muchos de los rectores de las universidades privadas del país. 

Infortunadamente, cada una de las discusiones alrededor de estas intervenciones está compuesta de mil detalles legales y empapada de todo el lodazal político local. Por eso, creo que todas ellas se beneficiarían de algo de perspectiva lejana. Eso quiero hacer hoy, quiero reflexionar acerca de la historia del debate sobre la autonomía universitaria en EE. UU., confiando que la distancia, de alguna forma, sea útil para las conversaciones en nuestra región.

Para empezar, es importante señalar que en el derecho anglosajón las decisiones y opiniones de jueces en el pasado se convierten en cuerpo legal en el presente y son esenciales para interpretar la ley en el futuro. En la discusión sobre autonomía universitaria, el precedente más importante ha sido la opinión del juez Felix Frankfurter en el caso Sweezy contra New Hampshire.

En este caso, la Corte Suprema se enfrentó a la pregunta de si el fiscal general de New Hampshire podía procesar a Paul Sweezy, un profesor marxista de economía, por su negativa a responder preguntas sobre una clase que impartió en la universidad pública de aquel estado. Tengan en cuenta que esto sucedió en 1957, en el pico del McCarthyismo, momento en el que hubo una persecución sistemática a toda figura visible que pudiera simpatizar con ideas comunistas.

Eventualmente, la Corte falló a favor del profesor Sweezy y la opinión del juez Frankfurter fue esencial en esa decisión. Aquella opinión ofreció una definición específica de la autonomía universitaria que se convirtió en un referente del concepto a lo largo del mundo. Según esta definición, la autonomía universitaria “es una atmósfera en la que prevalecen ‘las cuatro libertades esenciales’ de una universidad: determinar por sí misma, sobre bases académicas, quién puede enseñar, qué se puede enseñar, cómo se enseñará y quién puede ser admitido para estudiar”. 

Quisiera resaltar que esta definición entiende la autonomía universitaria como libertad intelectual, no como soberanía política. Es decir, en la visión del juez Frankfurter, la autonomía no implica que las universidades deban ser gobernadas como democracias, donde los estudiantes o profesores sean quienes tomen las decisiones por medio de elecciones. Tampoco determina que el activismo político dentro de las universidades deba protegerse más que en cualquier otro espacio de la sociedad, o que dichas motivaciones puedan primar sobre algún principio académico. Tampoco implica que la autoridad del Estado—a través de la policía, por ejemplo—no sea permitida en los campus universitarios. Mejor dicho, buena parte de lo que se entiende como esencial de la autonomía universitaria en Latinoamérica, no lo es necesariamente desde la visión del juez Frankfurter. 

Esto es importante señalarlo porque aquella visión de la autonomía universitaria como soberanía política ha hecho de muchas universidades de la región unas republiquetas con profundas limitaciones para cumplir sus verdaderas funciones, aquellas académicas. La soberanía política de las universidades ha tendido a ser aprovechada por grupos de interés específicos para perseguir sus propios objetivos. Es así como muchas de las universidades estatales de la región están dominadas por movimientos estudiantiles o sindicatos profesorales que interrumpen el transcurso regular de las clases, que destruyen frecuentemente la infraestructura, y que impiden reformas para el manejo más transparente y eficiente de los presupuestos. Todo esto para mantener los privilegios de sus grupos, consolidar sus agendas ideológicas, o potenciar la influencia política de sus líderes.

Bajo esta perspectiva, no es entonces posible describir todo tipo de intervención del Estado en las universidades como indeseable o como una violación al espíritu de la autonomía universitaria. La cuestión depende de exactamente qué tipo de intervención es la que se lleva a cabo y cuáles son sus motivaciones. Lo esencial es que las universidades puedan ser espacios donde se generen, discutan, y transmitan ideas libremente. Eso es lo que se debe proteger, y hacerlo requiere la atención de toda la sociedad.

Por: Javier Mejía Cubillos*
*El autor es Asociado Postdoctoral en el departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Stanford. Ph.D. en Economía de la Universidad de Los Andes. Ha sido investigador y profesor de la Universidad de Nueva York–Abu Dhabi e investigador visitante de la Universidad de Burdeos.

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.

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