Las empresas tienen el desafío de ser cada vez más sostenibles y dejar de perpetuar negocios que atentan contra el medioambiente. En esta escala el reto más grande es para las pymes. ¿Por qué?

Destruir la naturaleza es aniquilar la vida. Cuando la extinción de los recursos naturales fue mayor que su renovación, se inició la agonía del planeta. También, cuando la codicia sobrepasó el valor de la existencia, ni siquiera los criminales, los ecocidas, notaron que siendo victimarios se convertían de igual manera en víctimas, porque, arruinando los elementos vitales (agua, aire), cometen de manera indirecta suicidios y asesinatos indiscriminados, incluidos aquellos contra sus descendientes. Es como añadir cianuro cada mañana al desayuno que se ingiere y se reparte.

Sin embargo, muchos modelos de negocios apenas permiten que los principiantes emprendedores solo perciban uno o dos eslabones en la cadena de producción; su mirada la dirigen solo a las ganancias materiales, ¡al dinero! Que los artículos vayan en envolturas no biodegradables, poco les importa mientras la facturación aumente. Que infinidad (miles de millones de toneladas) de plástico ahoguen a incontables especies de la fauna y de la flora, los tendrá sin cuidado siempre que ello suceda a miles de kilómetros y sus saldos bancarios se multipliquen. Que comunidades enteras padezcan de repugnantes y mortales enfermedades, les resulta indiferente si entre estas no están sus hijos y si, además, los propios bolsillos y la caja fuerte están a punto de reventar.

El egoísmo y la codicia ensamblan el concubinato más siniestro de la humanidad. Y la más profunda infamia es que han engendrado hijos: la indiferencia, el desprecio, el robo, la hipocresía y la egolatría, entre otros, cada uno con su particular y satánica marca. Para los insensibles ante esta tragedia que está llamando a un apocalipsis, funcionaría el atenuante de que responden al instinto de sobrevivencia; pero, cuando se comprueba que aun gastándose un millón de dólares cada día y que morirían sin agotar su fortuna, se entiende que la avaricia toca el infinito, y se convierten en pobres hombres siendo hombres muy ricos.

Que cambian las formas de asesinar, es muy claro. Algunas se captan de manera directa, como el acuchillamiento de un ladrón callejero a un ciudadano indefenso. Otras resultan más difíciles de precisar, como el genocidio o el infanticidio extendido cuando alguien se apropia de un dinero destinado para alimentar a miles de niños desnutridos, cuando se distribuyen ciertos “alimentos” con ingredientes tóxicos, cuando se dirige una empresa de transporte cuyos vehículos expulsan gases venenosos, cuando se venden y se compran baterías para teléfono que, descompuestas, intoxican cualquier cuerpo vivo y derriten o perforan la piel, cuando la producción de las fábricas desgarra los cielos con el dióxido de carbono, sin que a los luciferinos empresarios les importe el aumento del calentamiento global: quieren transformar la Tierra en el modelo de su hogar, el infierno.              

Por supuesto, nada hay que objetar de las organizaciones registradas legalmente con carácter lucrativo que consideran cada detalle para jamás perjudicar la naturaleza; es decir, la vida. No obstante, abundan otras, también registradas, que fingen una ceguera ante los efectos destructivos de sus procesos. Y, finalmente, también están las organizaciones nunca registradas que todo el tiempo cometen acciones criminales.

Ante tal panorama, aparecen las trampas. Para disminuir costos y, otra vez, aumentar las rentas, ciertas organizaciones autorizadas para funcionar acuden, por ejemplo, a proveedores que son delincuentes: una especie de lavado de activos, y los juristas sabrán tipificarlo con precisión sin descartar la complicidad. Así toma vigencia de la cremosa metáfora del católico escritor italiano Giovanni Papini: “El dinero es el estiércol del demonio”.

Sobre toda esta problemática mundial, Angely del Pilar Maillo Pérez, fiscal especializada del eje temático de Medio Ambiente y Recursos Naturales de la Dirección Especializada de Derechos Humanos en Colombia, ha aclarado cómo los crímenes transnacionales, aparte del tráfico de drogas, de armas o la trata de personas, también se cometen contra el medio ambiente: la deforestación, la minería ilegal y el tráfico animal, entre otros.

De todos estos persistentes atentados contra la vida, se derivan el envenenamiento de las aguas con cianuro y mercurio, sobornos, contrabando, asesinatos, secuestros, evasión de impuestos, genocidios, hurto, esclavitud, concierto para delinquir y tortura, de los muchos crímenes con los cuales la estupidez y la depravación hunden a la humanidad en el envilecimiento. Los ecocidios (muerte a la naturaleza), que en realidad son genocidios postergados, engloban el ataque a la Amazonía, que “es atacar a la misma humanidad”, como precisa la fiscal especializada.

Para citar un caso, Brasil desde 1970 ha perdido hasta ahora una extensión de bosque igual a la superficie de Francia, y precisamente esta última nación, Estados Unidos, Portugal, Bélgica y Países Bajos son los mayores compradores de la madera ilegal que procede de Suramérica. Para las naciones o los individuos, el dinero y la bondad rara vez se conservan juntos, porque, si están en el mismo empaque, siempre uno pudre a la otra.

Por tanto, cualquier relación comercial, agazapada o abierta, con los grupos criminales organizados es una complicidad auténtica y real (aunque no sea jurídica) para atentar contra la vida humana. Habrá, sin embargo, quienes dormirán con una sonrisa sostenida por haber obtenido muchas ganancias con la venta de la costosa y fina madera amazónica, por ejemplo, aunque por eso hayan muerto miles de personas.

Así, el día en que queramos darle respiración artificial a la naturaleza con el aire y el agua contaminados, la mataremos. Quizás entonces brillará para la humanidad la luz perpetua.

Por: Jairo Valderrama*
*El autor es Doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Austral (Argentina) y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de la Sabana (Colombia).

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.

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