La realidad rompe el marco de la obediencia de las doctrinas religiosas, por eso escenas como las de los sicarios arrodillados pidiendo que sus trabajos salgan bien. ¿El que peca y reza empata?

En un templo, un hombre arrodillado ora con mucho fervor, con las manos juntas, los dedos cruzados, la cabeza inclinada hacia adelante y los ojos cerrados. No es ningún arrepentimiento; solo está rogando para que uno de sus trabajos pendientes resulte exitoso: es un sicario.

Esa escena, retocada, corresponde a una de las novelas del escritor colombiano Fernando Vallejo, y revela de manera simple las contradicciones de infinidad de seres humanos que una y otra vez reafirman una creencia inamovible en un dios de absoluta bondad y una sumisión ciega a este; pero, sus acciones transitan en el sentido opuesto. Esa ambivalencia no se detiene solo por la voluntad, pues la llamada realidad rompe el marco de la obediencia a las doctrinas religiosas.

La compleja naturaleza humana dificulta enjuiciar estas conductas, y más si los supuestos jueces son seres imperfectos. Los instintos y las pasiones tuercen la voluntad de forma inconsciente. De ahí, la arrogancia que derraman con ruido los ruines y repulsivos reptiles que rigen las radicales reglas, y que durante siglos han propagado e impuesto aseveraciones, en muchas religiones, como si fuesen verdades incontrovertibles. El escaso sentido crítico de tantos crédulos y las sensaciones de amor, esperanza y temor les impide confrontar ideas; así se mantienen prisioneros y ciegos ante su manipulador, quien los blinda ante cualquier opinión distinta a su doctrina.

Sin embargo, en las prácticas disimuladas del robo, la infidelidad, la mentira, el cohecho y hasta de los asesinatos, esas creencias tajantes que pregonan y defienden llevan unas contradicciones tan grandes como los océanos. Se supone que la religión exalta las virtudes, no oculta las flaquezas. ¿Se figurarán que ese dios, al que consideran omnipotente, será ciego ante estos hechos? Será más sincero (aunque descarado) aquel que confiesa su dedicación al desfalco, al adulterio o a la estafa sin la hipocresía de decir que cree en un dios.

Aquellos que durante años o siglos han compartido la misma fe se inquietan cuando aparecen ideas diferentes en alguno de ellos, inclusive engendran hostilidad ante los amigos de toda la vida o, más preocupante, ante familiares muy cercanos. Eso pasa con la tradición: para asimilar la existencia, esta impone creencias heredadas, que son muy difíciles de contradecir, así sea con argumentos sólidos. Esos credos se expresan solo verbalmente o en algunos rituales de ocasión, porque desde el lado opuesto los impulsos y las tentaciones fuerzan otras formas de proceder. ¡Esa es la contradicción!

La naturaleza, en pequeñas o grandes dosis, sobrepasa el poder de cualquiera criatura, incluido el ser humano, que también es naturaleza. Intenten detener un terremoto, el deshielo de una montaña, un meteoro o un sunami, o al potro que busca a su hembra para preservar la especie. Verán cómo funcionan las leyes de la naturaleza; ningún código fijado por los hombres en pergaminos o en piedras pulidas altera el ritmo del universo.

Sin importar la religión, muchos gobernantes dicen seguir a un dios, el mismo de sus compatriotas, pero sus decisiones arrasan con la vida de quienes piensan y proceden de una manera distinta a la suya. Son los caudillos que llevan a los sacerdotes para que bendigan a los ejércitos y las armas que estos portan, esos instrumentos de la muerte. ¡Más contradicciones! Con esas escenas, creyentes de todas las estirpes se convencen de que matar al prójimo está justificado dizque porque un ser eterno ha concedido ese permiso. Al regresar de los combates, se inundan de risas, cuentan el número de sus víctimas mortales y levantan las manos dirigiéndolas al cielo.

Por supuesto, cada uno tiene todo el derecho de pensar, creer, decir y actuar como considere, siempre y cuando no lastime a nadie. Sin embargo, aunque crean que creen por ellos mismos y reiteren de manera tajante que llevan la verdad, la contradicción irrebatible aparece al comparar sus palabras con sus acciones. En sus doctrinas, casi todas las religiones del mundo coinciden en que el servicio incondicional al prójimo es uno de los mandamientos irrenunciables. Para eso, están los preceptos, como “no matarás”, “no robarás”, “no darás falso testimonio ni mentirás”, “no tomarás el nombre de Dios en vano”, entre otros. Todos estos, siempre en relación con el prójimo.

Los devotos asisten a sus ritos; dicen seguir al pie de la letra los mandamientos que jamás pondrán en duda. Creen que estos entrañan las verdades universales de la existencia y se envuelven en un fervor insuperable y místico, casi hermanado con el llanto. Esa es la pantomima; pero, en la vida regular, odian al compañero de trabajo o a una persona pública, a los que su doctrina ordena amar. El motivo: la religiosidad popular no sigue la doctrina; se cultiva en la sensibilidad, en la emotividad; su creencia es solo el instrumento para pretextar sus acciones.

En sicología, se habla de los mecanismos de defensa, esos recursos inconscientes para negar o distorsionar una realidad que resultaría muy incómoda o, inclusive, aterradora. Por eso, evidenciarles a esas personas estas ideas (por ejemplo, leyéndolas aquí) genera en ellas reacciones negacionistas extremas, porque el pánico las invade. Un espejo ante su conciencia interior causaría sin duda conductas muy violentas al revelarles las contradicciones en que viven. Un atenuante para estos comportamientos son las carencias y necesidades excesivas que padecen millones de seres humanos; por eso, los países más pobres (y con más bajo nivel educativo) tienden a ser los más creyentes (Gallup).

En infinidad de espacios públicos y privados, se fijan proverbios y versículos de honda sabiduría: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Mateo 22: 39) o “Este es mi mandamiento: que se amen unos a otros como yo los he amado (Juan 15: 12). Pero estos contradictores, solo con el lenguaje oral y el escrito, fingen unas convicciones que apenas son alucinaciones; viven de otra manera. Quieren solo ahogar el grito de una pesada conciencia que los perturba hasta la locura, y encubren con sublimes palabras las infamias reales que algunos practican a diario. Inclusive, asombra la versión de muchas personas que aseguran haber visto en los oficios religiosos a algunos banqueros y políticos.

Por: Jairo Valderrama*
*El autor es Doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Austral (Argentina) y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de la Sabana (Colombia).

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.

Lea también: Economía del lenguaje: el precio cambia el valor