Es tradición que si la economía crece, los mandatarios alaben su gestión; pero si cae, siempre lo atribuyan a factores incontrolables y choques exógenos. ¿Cuál es la verdad de la situación?
A los políticos les encanta reclamar méritos por todas las cosas buenas que suceden durante su gobierno y excusar todas las malas culpando a sus antecesores o a cualquier otro evento coincidente. Así, si la economía crece, el gobernante de turno afirma que es gracias a su extraordinaria política económica, y si entra en recesión, es debido a impredecibles e incontrolables choques exógenos.
Esta es una actitud de la mayor bajeza. Es un esfuerzo consciente por engañar a los ciudadanos, quienes, en general, no tenemos los suficientes recursos, entrenamiento, información, y atención para afrontar lo que se conoce como el problema fundamental de la inferencia causal—PFIC.
El PFIC es una manera sofisticada de describir la imposibilidad práctica para saber cuáles son las causas reales de los fenómenos sociales. Parte de un hecho sencillo, los humanos solo sabemos lo que sucede en nuestro universo, no en universos paralelos. Esto implica que no podemos saber qué habría pasado si hubiésemos tomado otras decisiones. Por ejemplo, nunca sabremos con certeza qué tanto de nuestra (des)dicha tiene que ver con quién escogimos para casarnos, puesto que no sabemos cómo sería nuestra vida si nos hubiésemos casado con otra persona. Claro, uno puede casarse primero con una persona y luego con otra y comparar la dicha en cada uno de esos casos. Sin embargo, de un matrimonio al otro las circunstancias habrán cambiado, por lo que no es posible asegura que la causa de la subsecuente dicha es la persona con la que nos casamos en vez de alguna otra cosa que haya sucedido simultáneamente.
El punto con todo esto es que, aunque los humanos tenemos cerradas las puertas del entendimiento causal del mundo, podemos abrir unos pequeños orificios para ver a través de ellas. Estos orificios son herramientas de la ciencia y la filosofía que nos permiten sortear el PFIC. De esta forma, aunque no podamos saber si el crecimiento económico de un país habría sido más alto bajo un gobierno diferente al que ganó, sí tenemos métodos teóricos y empíricos para aproximar la contribución de ese gobierno (el que sí gano) al crecimiento que experimentó la economía.
Lastimosamente, esos métodos suelen exigir una amplia cantidad de datos, una gran familiaridad con el contexto, o un profundo conocimiento de los mecanismos que conectan el actuar de los gobiernos con el desempeño de la economía. Ante las limitaciones para implementar esos métodos, les quiero ofrecer hoy una heurística sencilla para juzgar la contribución de un gobernante al desempeño económico de un país. La llamo el ejercicio del gobernante como jardinero.
Este ejercicio consiste en reconocer que una economía se parece mucho a un jardín. Los jardines prosperan, fundamentalmente, por fuerzas ajenas a su jardinero. Es decir, las plantas realmente crecen y mueren gracias al sol, el agua, la dispersión del polen, la presencia de animales, etc. Un jardinero puede aumentar la exposición del jardín a ciertas fuerzas positivas y limitar muchas de aquellas negativas. Puede podar las copas de los árboles para que entre más luz del sol, regar con regularidad las plantas donde cae poca lluvia, evitar plagas con insecticidas, etc. En el largo plazo, esto hará que el jardín crezca, así el jardinero no sea, estrictamente hablando, la fuerza que lo hace crecer. Ahora bien, un jardinero, sin embargo, sí tiene la capacidad y autonomía para destruir un jardín en el corto plazo. No es necesario que el sol, el agua, o los animales hagan nada. Un jardinero con un machete, una pala, y suficiente energía puede destrozar por completo varios metros cuadrados de jardín en pocas horas.
Con la economía de un país pasa lo mismo. Estrictamente hablando, no son los gobiernos los que hacen crecer las economías; son las empresas invirtiendo y las personas consumiendo las que mueven el aparato productivo. Por supuesto que el Estado puede promover que las empresas y hogares se comporten de forma favorable para el crecimiento económico. Sabemos que una economía debería crecer en el largo plazo si los gobiernos establecen instituciones estables que incentiven la acumulación de capital, si favorecen el fortalecimiento de culturas que premien el trabajo y la innovación, y si desarrollan condiciones espaciales que permitan el surgimiento de economías de escala. No obstante, se necesitan varias décadas de este tipo de intervenciones para poder observar sus efectos positivos. Por más deprimente que sea, las políticas que generan inmediatamente alto crecimiento económico que puede sostenerse por, al menos, un cuatrienio, simplemente no existen—por algo los episodios de crecimiento de ese tipo se conocen como milagros económicos.
Sin embargo, un gobernante con suficiente poder político sí puede destrozar una economía en el corto plazo. Un gobierno puede precipitar una crisis económica expandiendo rápidamente la emisión monetaria, expropiando el capital de las firmas, regulando masivamente los precios, poniendo impuestos excesivos, o multiplicando la deuda pública. Algunas de las consecuencias de estas políticas, como la destrucción del valor de la moneda y la fuga de capitales, se evidencian en cuestión de meses o años; incluso las más tardías, como la fuga de cerebros y el estrangulamiento financiero, son visibles en el marco de una década.
¿Por qué creo que esta heurística es útil? Por un lado, desde una perspectiva práctica, tener presente la asimetría que señala ayuda a evitar el engaño de los políticos oportunistas. Las altas tasas de crecimiento económico suelen ser más el reflejo de las virtudes de los gobiernos pasados que de las del actual. Por el contrario, las recesiones, sobre todo aquellas profundas y desconectadas del ciclo internacional, suelen ser bastante informativas de las malas decisiones del gobierno de turno o de aquel inmediatamente anterior. Por otro lado, y quizá más importantemente, desde una perspectiva moral, reconocer que el potencial de la política económica para hacer “daño” es mucho mayor que aquel para hacer “bien” es útil a la hora definir el tipo de Estado que queremos construir. Limitar la capacidad de los gobiernos para hacer daño debe ser un principio esencial de nuestro contrato social. Nada nos protege de elegir un gobierno con las ideas equivocadas; lo que sí podemos hacer es asegurarnos de que cuando esto suceda, aquel tenga las menores herramientas posibles para traducir esas ideas en políticas dañinas.
Por: Javier Mejía Cubillos*
*El autor es Asociado Postdoctoral en el departamento de Ciencias Políticas de la Universidad de Stanford. Ph.D. en Economía de la Universidad de Los Andes. Ha sido investigador y profesor de la Universidad de Nueva York–Abu Dhabi e investigador visitante de la Universidad de Burdeos.
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