En la vida, como en los negocios, las emociones juegan un papel fundamental y los clientes, así como se emocionan y compran por estímulos, también pueden dejar de hacerlo ante una mala experiencia. ¿Cuál es el orden correcto de la ecuación?

Los sentimientos que provoca el engaño en cualquier circunstancia de la vida son diversos. Sin embargo, abundan el enojo y la tristeza, y detrás llegan el rencor y, en casos muy preocupantes, la venganza. A pesar de las múltiples facetas en la sociedad, los seres humanos coinciden en las respuestas ante los variados tipos de relaciones.

La mentira en cualquiera de sus distintas presentaciones (¡cómo influye la publicidad!) origina un rechazo total cuando se la descubre. El engaño intencionado a la pareja en un vínculo sentimental, por ejemplo, rara vez recibe el perdón, a menos que una autoestima muy baja aflija a quien concede esa absolución. Con los amigos, compañeros de trabajo y hasta con la familia, las reacciones son muy parecidas si hay un engaño, excepto cuando se persiguen otros intereses, pero, eso sí, recurriendo a la hipocresía.

En las relaciones comerciales, por otra parte, la situación resulta muy parecida porque también están en juego las emociones. Mucho se ha comprobado que son estás, en último término, las que disponen el ánimo y repercuten en las decisiones. De allí, que casi todos los mensajes de la publicidad entrañen esa carga emocional: no se trata de que los compradores razonen, sino que sientan. Y cuanto más emotivos, más vulnerables serán ante el contenido publicitario.

En efecto, ninguna casualidad hay en que los publicistas conozcan algo de la psicología. Sus funciones también deben enfocarse en identificar las falencias, el talón de Aquiles, de los eventuales clientes. Cuando la felicidad es el mayor objetivo, cualquier estímulo placentero que provenga de la publicidad es bienvenido; funciona como un indicio de bienestar. Aunque algunos no estén enterados, el esfuerzo ciego por llegar a esa felicidad tan anhelada hace que se abandone la razón. Y esto es más notorio cuando alguien padece de soledad, desamparo, nostalgia y otras emociones parecidas.

No obstante, una vez se ha salido de ese marasmo emocional y se descubre que tal debilidad fue usada por algunos desconocidos para sacar un provecho monetario, vienen el enojo y el resentimiento contra ellos. No solo se ha engendrado la desconfianza plena entre los clientes, sino que generarles confianza otra vez es casi una utopía; lo asumen como un ataque contra el bolsillo y, sobre todo, contra la misma dignidad; y poca o mucha, todos tienen la suya.

Luego viene el inicio de la tragedia comercial. Muchas personas generalizan, y “todas las generalizaciones son vagas e imperfectas”, como decía Montaigne, además de que son la falacia más propagada. Así, surgen expresiones como “los comerciantes son unos aprovechados”, “las aerolíneas tienen un pésimo servicio”, “los vendedores de ese centro comercial son unos estafadores” o “la ropa de ese almacén es de mala calidad”. De esa manera, los clientes esparcen su aborrecimiento sin distinción.

La Ley 1480 de 2011 define en Colombia este tipo de publicidad: “aquella cuyo mensaje no corresponda a la realidad o es insuficiente, de manera que induzca o pueda inducir a error, engaño o confusión”. El desconocimiento de esta normatividad, tanto en productores, proveedores, vendedores y consumidores, aún causa inconvenientes de carácter legal.

Muchos son los casos, y más en la oferta de servicios o de los respaldos financieros, en que la información a un potencial cliente resulta distorsionada, omitida o incompleta, a veces por una inadecuada costumbre de sus divulgadores. Son frecuentes las circunstancias en que los ofertantes o vendedores ocultan ciertos datos que les resultan inconvenientes, a fin de concretar una transacción y, por supuesto, lograr una ganancia.

Un recurso bastante efectivo para asegurar la confianza (también con el papá, la esposa, el jefe, la novia…) consiste en ser sincero todo el tiempo. Si al cliente se le dice que un producto es muy costoso, pero también muy durable, de gran calidad y con una garantía de tiempo prolongado, empezará a examinar los beneficios de una posible compra. Hay un procedimiento que jamás falla, y está absolutamente garantizado, para no ser descubierto nunca en una mentira: ¡decir siempre la verdad!

Los falaces (los mentirosos) pretextan que con solo una parte de la verdad no están mintiendo. Pero, basta con que a una verdad se le omita un dato pertinente para que sea mentira. O, al contrario: añadir algo distinto a la verdad, la convierte también en mentira. El objetivo de la publicidad, claro, es impresionar al cliente, influir en este para que compre, pero sin pasarse del límite; tampoco aprovecharse de un analfabeto, de quienes padecen una discapacidad intelectual o de un niño.

Asimismo, por su baja escolaridad, infinidad de vendedores ni siquiera imaginan que están engañando.  Dicen, por ejemplo, “por la compra de automóvil, lleve gratis una galleta”, pero ignoran que la palabra “gratis” no tiene matices; si se paga, así sea un precio muy bajo, ya no hay nada gratis. Quizás por eso muchos incurren en la redundancia “totalmente gratis”: ¡Obvio! Si algo es gratis, debe serlo “totalmente”.

La siguiente escena también ilustra la ignorancia para comunicar ideas. En un centro comercial situado en el norte de Bogotá, el dueño de una tienda, al parecer, tenía una necesidad urgente. No se requiere ser un experto negociante para notar a cuánto rebajó el costo de su establecimiento, y más cuando la gente veía allí una gran cantidad de zapatillas deportivas. En una de las vitrinas, él anunciaba: “Toda la tienda a 300 mil pesos” (es un hecho real). Sin embargo, cuando un cliente quiso comprarla de inmediato (gangas así no se encuentran todos los días), el dueño sonreía con una mezcla de perplejidad y desconcierto, y se negó a venderla. Este caso podría considerarse publicidad engañosa; sin embargo, la penuria mental puede ser un atenuante válido para exonerar al comerciante de turno.

Hay más situaciones parecidas, pero sigue sorprendiendo la ausencia de toda lógica o de sentido común en la publicidad (¿falta de lectura, de razonamiento?), sobre todo cuando quieren aprovechar una idea y acaban promocionando una contraria. En una cadena de supermercados, por ejemplo, casi en todos los estantes se fijó un aviso: “Precios insuperables” (otro caso muy real). Y con este, es fácil deducir que allí están los precios más altos de todo el mercado; nadie vende tan caro. Obvio, ¡porque son “insuperables”! Uno imagina que, no bien leen este aviso, los clientes aprietan su dinero o su tarjeta de crédito o débito, y de manera inmediata abandonan el lugar.

Por: Jairo Valderrama*
*El autor es Doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Austral (Argentina) y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de la Sabana (Colombia).

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.

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