No existen minutos cortos y minutos largos, entonces ¿qué determina que sintamos unos
Como un motor sometido a su máxima potencia y que se apaga para reanudar otra vez sus movimientos con mucha lentitud, así parecen tomar impulso las actividades regulares al inicio de cada año. Proseguir con el mismo ritmo que interrumpieron las vacaciones exige cierto esfuerzo, tanto físico como mental.
En cada persona, es distinta la presteza para reacomodarse a las tareas del mundo laboral y estudiantil. Algunas, a estas alturas, ya habrán engranado de nuevo y, sobre todo, habrán tomado conciencia plena de que la concentración en los deberes aumenta la eficiencia y da la sensación de que el tiempo se acelerara, como si fuera un beneficio. Por supuesto, es solo una sensación: no hay minutos cortos o largos; la duración de cada uno es la misma.
Los tiempos son trozos de la propia vida. Por eso, cuando se regala o se comparte el tiempo, a la vez estamos regalando y compartiendo un poco de nuestra vida, y al concluir estos encuentros esta ya se ha reducido. De ahí también que resulte tan ingrato jugar con el tiempo de los demás, y de que sea más aconsejable repartirlo entre los seres más queridos y ojalá en los lugares más amenos. Además, desde una perspectiva más profunda, el trabajo remunerado es vender gran parte de la vida con una paradoja desconcertante: para sobrevivir.
Los trucos inconscientes por desear controlar el tiempo llevan a esbozar mitos o a reiterar los lamentos por las ocasiones perdidas. Esas son las maneras en que nos sedamos: guardando esperanzas para un futuro de escenas etéreas, que, como todo futuro, es incierto, y equivale a soñar despiertos sin poner los pies en la tierra. Asimismo, evocamos las oportunidades que nunca regresarán, para levantar en el aire los castillos placenteros de lo que pudo haber sido y nunca fue: el trabajo que se rechazó, el viaje que se postergó para siempre, la llamada que nunca se hizo, el amor que se diluyó, el arrepentimiento por haber ofendido o la maldita droga que no debió probarse.
De las llamadas cremas rejuvenecedoras, ya hemos tratado. Nadie y nunca podrá contar con una edad menor a la que ahora tiene, dejando la salvedad de que algún día el ser humano pueda viajar por el tiempo. A pesar de ello, ante el paso indetenible e irreversible de los días, siguen cultivándose las ilusiones (a quienes las practican se les llama ilusos). Así, muchos declaran que se sienten “jóvenes”, y nada hay que reprocharles al respecto; pero “sentirse” joven no es igual a ser joven.
También, hay otros recursos de fantasía para luchar contra las señales de los relojes y los calendarios, para aquietar o apresurar los momentos; eso depende de las emociones que experimentemos. Los dramas, casi siempre acompañados de dolor y lágrimas, parecen eternizarse, y dan cuenta de ello la muerte de los seres queridos, las crisis económicas, las enfermedades graves, los fracasos en el estudio o las decepciones amorosas. Por otra parte, los viajes placenteros, las celebraciones felices o las reuniones festivas se nos convierten apenas en chispas que nos regala una noche cerrada.
Como complemento a esta reflexión, la infancia y la adultez muestran enfoques diferentes sobre el tiempo. Los niños añoran crecer pronto, para salir de casa por su cuenta, bañarse cuando quieran, no tomar sopa nunca más, dejar de obedecer o, con sencillez, para fingir que son adultos. Ninguno tiene la paciencia para aceptar que faltan algunas horas antes de llegar a la piscina, para asistir al cumpleaños del amiguito, aprovechar una piñata o esperar la llegada de diciembre. Para los pequeños, nada es más distante que la Navidad.
Los adultos, en cambio, reciben la impresión de que los años ahora tienen 200, 100 o 30 días, en proporción al tiempo de existencia. Casi todos están arrepentidos de haber añorado “ser grandes” en sus primeros años de vida, sin entender que las vueltas de la Tierra alrededor del Sol son, por ahora, indetenibles e inalterables. No importan los deseos de un niño o un adulto con respecto al tiempo: no puede acelerarse ni disminuirse como si se tratara de un vehículo. Inclusive alterando la velocidad de nuestro planeta, el tiempo permanecería y continuaría marchitando las hojas de los árboles o los rostros de los optimistas, aunque los hidraten sin pausa, porque nada es tan irracional como enfrentar aquello que, sabemos, nos derrotará.
Derrochar un tiempo en alguna estupidez también es válido, siempre y cuando sea solo una lección para no repetirla, porque quien de nuevo cae en ella va configurando para sí mismo ese perfil. Es mejor dedicar todos los instantes posibles a estar con las personas más amadas, en los ambientes más agradables o consagrarse a las actividades más deleitables. Por esta época, intercambiar a un ser querido o digno de admiración por el contenido de un teléfono móvil demuestra que, con el tiempo, se ha configurado también la deshumanización.
Es una intención muy humana el deseo por aferrarnos al placer y eludir las aflicciones. Pero, nada es más perseverante que el tiempo, aun escondido y silencioso cuando reposamos en una mullida almohada mientras conciliamos el sueño. Al menos por esos instantes, disfrutamos de esas pausas inconscientes que nos permiten olvidar que algún día jamás despertaremos. Entonces, al llegar ese instante, como consuelos inútiles, aparecerán algunos mensajes inocentes por estos espacios mundanos: “Lamentamos profundamente su fallecimiento” y “extendemos las condolencias a familiares, colegas y amigos”.
¡A regocijarnos con nuestro tiempo!
Por: Jairo Valderrama*
*El autor es Doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Austral (Argentina) y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de la Sabana (Colombia).
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