Hoy es común escuchar que alguien es políticamente correcto cuando es hipócrita sobre sus ideas o conceptos de alguien. ¿En dónde está la delgada línea que divide ambos términos?
En estos tiempos, también llaman “políticamente correcto” al modo en que se desenvuelve una relación hipócrita y habitual, o a las palabras de relleno que no entrañan ningún compromiso y sean solo un cúmulo de frases de cajón o, en muchos casos, de mentiras. La intención es evitar riesgos. Sí: el engaño es un recurso muy efectivo de sobrevivencia en la naturaleza y en la sociedad; pero, para ello, al menos entre los seres humanos, se requiere un alto dominio de la voluntad, y este no está en todos.
Entre las criaturas “inferiores”, asombran muchas demostraciones de cómo protegerse. Las zarigüeyas, por ejemplo, fingen estar muertas para despistar a sus depredadores (por ahora, no nos referiremos a las mosquitas muertas); confundiéndose con el entorno, los camaleones están en el primer lugar; algunas orugas producen un sonido semejante al de una hormiga y luego son alimentadas como reinas; la llamada víbora de la muerte deja colgado el extremo de su cola, muy parecido a un gusano, y, cuando un goloso intenta devorarlo, él mismo será el devorado. Casos como esos son incontables, y en la sociedad también.
La Tierra está llena de engañados y engañadores. Niko Tinbergen, experto holandés en comportamiento animal, comenta cómo un ganso, al querer salvar uno de sus huevos, se llevaba a cambio una pelota muy parecida. También, en otro contexto, los empaques ostentosos y coloridos, o las marquillas de moda, hacen creer a muchos clientes que llevan un producto de mayor tamaño, calidad y utilidad. De forma similar, en un campeonato de fútbol, infinidad de fanáticos creen que han ganado un título con su equipo favorito, y gritan el ridículo “ganamos”, como si hubiesen obtenido al menos una minúscula parte de las inmensas riquezas que se mueven en ese deporte.
A pesar de tantas situaciones parecidas, sí es posible dejar atrás el cerebro de ganso, pero se debe ser muy consciente y estar siempre alerta de todos los mensajes que se reciben. La primera de las recomendaciones ya la sugirió el bueno de Descartes en el siglo XVII: ¡a dudar! De allí se desprende la necesidad de revisar con detenimiento si algo es lo que es, o lo que otros dicen o sugieren que es: ¡las apariencias engañan! La codicia y la necesidad (económica, emocional), entre otros factores, determinan el impulso por asumir un hecho como auténtico o unas palabras como ciertas.
“Solo consígneme hoy esos cinco millones de pesos a mi cuenta, y mañana ya tendrá el automóvil parqueado frente a su casa”, le prometen a algún (a) ingenuo (a) que imagina comprar un vehículo muy barato y resulta estafado. “Asegure la fotografía con alfileres y la tendrá a sus pies”, le enfatizan a un pobre despechado; “ascienda de rodillas una vez por semana por ese cerro de 200 metros de altura y se curará de esa mortal enfermedad”, aconseja un dogmático a un devoto. Y una vendedora, que busca ajustar la comisión del mes, adula a una clienta de autoestima baja: “Esa blusa la hace ver muy distinguida”.
Esta última descripción falsa también corresponde hoy a lo “políticamente correcto”, sobre todo si el dueño de la tienda está escuchando a la vendedora. Que alguien se vea distinguido, no significa que lo sea, pero a quienes les cuesta asumir con valentía la realidad los alientan mucho la fantasía, la apariencia o las llamadas “mentiras piadosas”, y serán presa fácil de los diestros charlatanes. “Es más sabio no fiarse por completo de nada que alguna vez nos haya engañado”, decía Descartes. Sin embargo, ese consejo, en 200 años, no ha sido aplicado en Colombia: mucha gente les sigue creyendo a los políticos.
Por eso, “desconfía de las ofertas de aquel que no te ama”. Además, si se reciben halagos imprevistos y sin motivo, y que proceden de absolutos desconocidos, es muy clara la causa para sospechar de tanta amabilidad. “De eso tan bueno no dan tanto”, se repite en muchos contextos del ámbito nacional. Aun así, la trampa mayor está en que los elogios, aunque sean fruto del engaño, aminoran las penas en los desposeídos y en los débiles de carácter, a pesar de que la bondad los identifique.
Por supuesto, la ofensa o poner en desventaja a personas de grupos particulares de la sociedad son acciones censurables; para evitarlas, allí sí hay razón para usar el lenguaje “políticamente correcto”. En estos casos, son bienvenidos el respeto, el recato o la prudencia, que hacen parte de las buenas maneras o de la cortesía; pero, en otros contextos, es solo fariseísmo, porque se pretenden beneficios propios acudiendo a la trampa. En algunos animales, tales conductas son funcionales e involuntarias; pero otras son aprendidas y deliberadas, como en el mundo sofisticado (de sofisma, falso, con apariencia de verdad).
En la sociedad (ya no en la naturaleza), ciertos especímenes incorporan estas maneras reprochables como un acto reflejo, quizás porque ven cómo “triunfan” así quienes están por encima de ellos en una jerarquía socioeconómica. Creen que es el único recurso para mantenerse a flote en la marejada diaria, y entristece notar cómo se ha normalizado esta patraña hasta permitir que otros se limpien los zapatos con la propia dignidad. Entre quienes practican esa farsa pública o privada hay acuerdos tácitos para exhibirla ante los demás, pero en su interior ya reconocen entre sí sus mismos métodos abominables.
Para eludir el arrastre de esta repudiable patología social, hay más opciones. Una de estas es controlar el contenido de cada palabra y cada mensaje. Nadie debe obligar a nadie a decir nada, y nadie está obligado a decirlo. Sin embargo, al comunicarnos siempre nos evitará muchos dolores de cabeza exponer, si no la verdad, sí al menos una idea sincera. También tenemos todo el derecho de salvaguardar la información que corresponde a nuestra vida privada o íntima, y de defender (siempre con respeto) estos espacios de los abundantes fisgones. Ellos ignoran por completo los límites de la privacidad, quizás porque suponen que una manera de congraciarse es exhibir su intimidad. Solo revisen las atarrayas sociales.
Por tanto, se recomienda muchísimo cuidado si aparece un camaleón: puede ser un reptil disfrazado de ser humano.
Por: Jairo Valderrama*
*El autor es Doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Austral (Argentina) y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de la Sabana (Colombia).
Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.
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