La electrificación, los subsidios millonarios, la relocalización de plantas, las guerras arancelarias y la disputa por minerales estratégicos no solo están cambiando la forma en que se fabrican los vehículos. ¿Qué viene?
La pandemia del Covid-19 transformó profundamente la economía global, al alterar las cadenas de suministro y acelerar la transición energética. Esta disrupción obligó a múltiples industrias, incluida la automotriz, a reconfigurar sus modelos productivos, convirtiendo en urgencia lo que antes era una meta de largo plazo para países y empresas.
La crisis sanitaria dejó al descubierto importantes limitaciones del modelo de producción global, pues desde 2020, las redes logísticas colapsaron, el transporte internacional se paralizó y muchas fábricas cerraron durante meses.
Este caos evidenció la vulnerabilidad de depender de proveedores lejanos, especialmente en Asia, lo cual ha llevado a gobiernos y empresas a relocalizar operaciones mediante el reshoring (retorno de la producción al país de origen) y el nearshoring (traslado a regiones cercanas), buscando mayor autonomía industrial y menor exposición a riesgos externos.
Pero más allá del desbarajuste logístico mundial, 2020 marcó el despegue definitivo del vehículo eléctrico que hasta entonces era visto como una alternativa aún experimental, pero tomó fuerza cuando muchas economías decidieron enfocar la reactivación económica con criterios de sostenibilidad y por ende, aprovecharon la crisis para acelerar planes verdes que antes estaban pensados para un horizonte más lejano.
Como respuesta a esta señal de mercado, las empresas automotrices tradicionales reorganizaron su estrategia de inversión y producción; y los consumidores empezaron a ver en el carro eléctrico una opción real, limpia y resiliente.
A partir de ese momento, la competencia se transformó en una guerra silenciosa pero frontal, y la industria automotriz global comenzó a reconfigurarse a toda velocidad.
La electrificación, los subsidios millonarios, la relocalización de plantas, las guerras arancelarias y la disputa por minerales estratégicos no solo están cambiando la forma en que se fabrican los vehículos, sino también el lugar donde se producen, las reglas que los rigen y el poder político que los respalda.
El motor a combustión va dando paso al eléctrico, las autopartes tradicionales pierden terreno frente al software y el libre comercio cede ante una competencia geoeconómica cada vez más agresiva por el control industrial.
En este contexto, Estados Unidos, China y la Unión Europea están adoptando, sin ninguna tibieza, políticas firmes para proteger y fortalecer sus industrias automotrices, implementando políticas arancelarias agresivas, otorgando subsidios estratégicos y reconfigurando sus cadenas de valor.
En medio de esta reconversión global la gran pregunta es dónde queda Colombia.
La perspectiva no es alentadora porque el país ya no tiene una industria automotriz sólida y lo poco que sobrevive se debilita cada vez más, sin señales de recuperación.
Para dimensionar ese marchitamiento basta con recordar que en 2014 se ensamblaron en Colombia 134.480 vehículos, según la Secretaría General de la Comunidad Andina, mientras que, en 2024, de acuerdo con la ANDI, la cifra apenas ronda los 30.000.
En una década, el mercado se contrajo, la producción nacional se desplomó y con ello llegó el cierre de plantas, ya que en 2014 operaban CCA, GM Colmotores, Renault Sofasa y Hino Motors y hoy solo siguen activas las dos últimas.
La caída es innegable, con una industria cada vez más reducida y desplazada por el avance constante de las importaciones. Pero lo más grave es que el país no tiene una política de Estado para desarrollar estratégicamente su sector automotor, ni siquiera para detener su deterioro o evitar que las empresas abandonen el país, y mucho menos para impulsarlo o atraer inversión en el marco de la renovada industria mundial.
Mientras el nearshoring abre oportunidades en vehículos y autopartes, Colombia sigue al margen, desaprovechando ventajas como su ubicación geográfica y una trayectoria industrial que, aunque debilitada, aún podría reactivarse con una política de desarrollo real.
Lo cierto es que, por parte del gobierno actual, solo existen intenciones dispersas y acciones fragmentadas, sin la profundidad ni la estructura necesarias para impulsar verdaderamente el sector y aunque presentó un CONPES de reindustrialización, al mismo, le falta casi todo lo que define un programa real para desarrollar la industria automotriz. Carece de objetivos específicos para el sector, no asigna recursos concretos, no establece metas medibles de producción, empleo o inversión, no contiene un paquete de incentivos para la inversión, producción y consumo. Tampoco define responsables claros para su implementación ni fija mecanismos de seguimiento.
Lejos de ser una estrategia ejecutable, el CONPES se queda en declaraciones generales que, sin estructura ni mecanismos de ejecución, no generan impacto alguno en un sector que, pese a las condiciones adversas que enfrenta, aún sostiene 1.340 empleos directos y cerca de 14.000 a lo largo de toda la cadena productiva, según cifras del DANE.
Esa política, aún inexistente en Colombia, debería centrarse en construir una industria automotriz con vocación internacional, respaldada por un Estado que contribuya activamente a su competitividad mediante incentivos estratégicos, alineados con las prácticas de países que hoy compiten por atraer este tipo de inversiones.
En esa línea, México, Brasil, Vietnam y Marruecos ya despliegan programas exitosos y están captando una parte creciente del capital vinculado al nearshoring de la industria automotriz, mientras Colombia aún no cuenta ni con las condiciones mínimas para entrar en esa competencia.
Al mismo tiempo, es fundamental que la política propicie un entorno fiscal que no deje en desventaja a la producción nacional frente a los vehículos importados, una práctica ya común en la mayoría de los países que protegen y fortalecen su industria.
En síntesis, el país no puede seguir como espectador mientras el mundo redefine y potencia su industria automotriz. O entra al juego con una política de desarrollo industrial ambiciosa, integral y con los instrumentos estratégicos pertinentes y funcionales, o asume sin rodeos que ha renunciado a tener industria.
Por: Iván Darío Arroyave*
*El autor es consultor empresarial. Se ha desempeñado como presidente de la Bolsa Mercantil de Colombia, decano de postgrados de la Universidad EIA, director de posgrados en finanzas de la Universidad de la Sabana y consultor del Banco mundial.
Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia
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