El crecimiento económico es hoy la prioridad de todas las sociedades, pero lo cierto es que hace no más de 100 años este no era el 'altar' de las sociedades occidentales. ¿Cómo es un mundo sin esa prioridad?
Crecimos bajo la superestructura del crecimiento económico, pero el reconocimiento explícito de que éste debería ser el objetivo fundamental de nuestra sociedad es un fenómeno relativamente reciente, de no más de 100 años. Así es, los viejos que viven en las famosas “zonas azules” nacieron en un mundo donde no se había consagrado el crecimiento económico como el altar de las sociedades occidentales.
Considero fundamental que conozcamos estas historias, pues al permitirnos vislumbrar que nuestros paradigmas y estructuras económicas tienen una historia particular y concreta (no universal ni eterna), fluirán con mayor facilidad las nuevas ideas que necesitamos para poner la vida, no el crecimiento, en el centro del ordenamiento humano. Intentaré, en este texto, desarrollar esa crónica.
Esta también es una historia de los centros de poder global, ya que la búsqueda del crecimiento económico se conecta en aquellos países que han triunfado en el juego de la geopolítica. Por razones intuitivas: el dinero ofrece enorme poder. Pido disculpas si esta columna tiene un tinte eurocentrista; si lo tiene, es porque los grandes cambios que moldearon la visión del mundo del homo economicus ocurrieron principalmente fuera del sur global.
El libro canónico La ética protestante y el espíritu del capitalismo de Max Weber es fundamental para cualquier estudiante de ciencias sociales. Weber argumenta que la ética protestante, y especialmente la calvinista, engendró un sentido de vida centrado en la disciplina, el trabajo como fuente de propósito, y el éxito material como manifestación de un deber divino cumplido. Curiosamente, esta misma ética promovía la suficiencia y rechazaba el despilfarro, considerando el consumo ostentoso como inmoral. Al final de su ensayo, Weber describe con visión profética el desenlace del mundo moderno: “Lo que empezó como una ética con sentido, se transformó en una ‘jaula de hierro’ de racionalidad económica, donde las personas trabajan sin saber por qué, atrapadas en estructuras burocráticas y en la búsqueda sin fin de eficiencia”. Este fenómeno protestante se desarrolló en los países germánicos y anglosajones entre los siglos XVI y XVIII.
Luego, el mundo occidental experimentaría una doble revolución: la Ilustración y el capitalismo, dos procesos profundamente imbricados en la construcción del paradigma crecimientista. La Revolución Francesa, el movimiento burgués por excelencia, dio prioridad a valores que armonizaban con la acumulación de capital, como la libertad individual. Los burgueses industriales, aunque ya poderosos económicamente, seguían sin acceso real al poder político, restringido a la nobleza. La Revolución buscó corregir esa disonancia: quienes controlaban los medios de producción debían también controlar el Estado.
Ahora pasemos a la historia de la ilustración y el fetiche crecimientista. “Pienso, luego existo” podría considerarse la frase inaugural del pensamiento ilustrado. Con ella, René Descartes consagra la escisión moderna entre mente y cuerpo, e instituye a la racionalidad como la principal herramienta para conocer el mundo. Esta racionalidad moderna desplaza la intuición, el mito, la espiritualidad y otras formas no lineales de saber.
Llegó entonces el llamado “Siglo de las Luces”. Los grandes pensadores franceses e ingleses pusieron al hombre (blanco, occidental y masculino) en el centro del universo. Desde la ciencia se articularon formas hegemónicas de entender el cosmos, y a formular leyes universales para dominarlo. La física mecánica de Newton consolidó la idea de que todo podía explicarse mediante reglas matemáticas. A esta revolución epistémica se sumó el positivismo, que declaró que también la realidad social podía comprenderse y predecirse mediante el método científico.
Del positivismo nació el utilitarismo, que estipuló que el objetivo de una sociedad debe ser maximizar la felicidad para el mayor número de personas. Pero pronto surgió un problema: ¿cómo medir la felicidad? Para los economistas influenciados por el utilitarismo, la respuesta fue la utilidad, un concepto que luego se transformaría en base del análisis económico marginalista, y más adelante, en sinónimo de rentabilidad y dinero.
Inspirados por Newton y el positivismo, los economistas clásicos comenzaron a formular teorías que veían el intercambio económico como un sistema regido por leyes predecibles. Así nació una de las simplificaciones más reductivas de la historia moderna: que la utilidad es equivalente al capital, y que la acumulación de capital debe ser la meta del sistema económico. Bajo esta visión, el arte, la comunidad, la identidad, el cuidado y la naturaleza fueron subordinados a una óptica económica instrumental.
Las funciones de cuidado quedaron relegadas y despreciadas; las mujeres continuaron sosteniendo los hogares sin reconocimiento económico, y la Tierra siguió ofreciendo todo para que podamos vivir sin ser incorporada a los sistemas contables ni respetada como base de la vida. Se consolida entonces otra de las escisiones modernas: la separación entre naturaleza y humanidad, como si fuéramos cosas distintas.
Los europeos tenían razón en que la abundancia material puede ser base para la prosperidad, pero su cosmovisión extractivista, jerárquica y violenta los llevó a pensar que debían dominar la Tierra en lugar de convivir con ella. Marx, en El Capital, también valoró la acumulación material como paso necesario hacia la redistribución comunista, aunque propuso una crítica al capitalismo desde la lucha de clases. Marx desarrolla un concepto clave: la distinción entre valor de uso y valor de cambio, que aún hoy plantea una pregunta fundamental: ¿qué actividades económicas realmente contribuyen al bienestar colectivo?
No deja de ser paradójico que un movimiento como la Ilustración, que proclamaba expandir los límites del pensamiento humano, haya derivado en una sociedad que reduce la identidad de una persona al valor económico de su trabajo.
Llegaron entonces los economistas clásicos. David Ricardo demostró que lo relevante en el comercio internacional era la ventaja comparativa, y Adam Smith retrató al ser humano como un agente racional motivado por su propio interés, pero que mediante la “mano invisible” beneficiaría al conjunto de la sociedad. Smith no conocía el cambio climático ni el colapso ecológico que ese modelo de mercado desregulado contribuiría a generar.
Aunque el camino ya estaba trazado para la hegemonía del mercado, faltaban algunos pasos para convertir al dinero en la gran abstracción que todo lo determina. Fue Alfred Marshall (1842–1924), considerado el padre de la economía neoclásica, quien consolidó la idea de que la oferta y la demanda determinan los precios, desplazando concepciones más sociales del valor. El precio se volvió la expresión objetiva del mercado, y el mercado, el nuevo árbitro de lo social.
Marshall y los neoclásicos dieron la estocada final para que la sociedad igualara precio con bienestar, y crecimiento con progreso. Se instaló así un modelo en el que cualquier propuesta de transformación tenía que operar dentro de esa lógica.
Siguiendo los pasos de Marshall en la década de los 30’s nace la métrica que iría a enrutar el objetivo fundamental de cada país: el producto interno bruto. Esta cifra, ideada por Simón Kuznets en la época de la gran depresión para poder entender qué tan atrofiada estaba la economía, y que se define como el total del valor del intercambio de todos los bienes y servicios en la economía. El mismo Kuznets advirtió que esta métrica no debería ser utilizada como una métrica de bienestar, pues medía todos los flujos económicos, tanto los de la actividad económica que generaba bienestar como los que no. Por ejemplo, los incendios forestales podrían decirse que suben el PIB si hay actividad económica para mitigarlos por lo que bajo esa mirada, serían algo deseable. Lo fundamental de este debate podría caracterizarse en el famoso dicho urbano: el humano sabe el precio de todo pero el valor de nada. La pregunta fundamental se convierte entonces en: ¿Qué es el valor y cómo podemos armar consensos sobre lo que es valioso?
Acá es importante introducir un debate clave: la controversia de Cambridge sobre el capital. Fue una disputa entre economistas del Cambridge inglés y del Cambridge estadounidense, centrada en una pregunta crucial: ¿podemos tratar al capital como una cantidad homogénea y objetiva, como hace la economía neoclásica?
La crítica fue contundente: si para medir el capital necesitamos conocer precios, y estos dependen de la distribución del ingreso, entonces el capital no puede considerarse una variable independiente. La supuesta neutralidad técnica del modelo se desploma. Si el capital no puede aislarse del conflicto social, entonces el crecimiento económico tampoco puede presentarse como un objetivo universal.
La controversia de Cambridge dejó en evidencia que el sistema económico actual es una construcción histórica e ideológica, no una consecuencia natural. Karl Polanyi, en La gran transformación, también denunció cómo el mercado autorregulado fue una ficción creada por las élites, imponiendo la mercantilización del trabajo, la tierra y el dinero.
Siguiendo a Polanyi, otro debate merece atención: Keynes vs. el libre mercado. Para los neoclásicos, los mercados tienden al equilibrio; para Keynes, el orden social depende más de nuestras expectativas y estructuras mentales. No hay leyes económicas naturales. Que el crecimiento sea el objetivo de la sociedad es una decisión política, no una necesidad técnica. Hasta ahora, Keynes ha perdido la batalla.
El credo crecimientista encontró su expresión más radical en el neoliberalismo. Milton Friedman, su principal exponente, afirmó en 1970 que es poco ético que una empresa persiga objetivos sociales: “La responsabilidad social de las empresas es aumentar sus ganancias”. Hoy, los neoliberales siguen dominando el relato.
Hace poco vi un meme que me hizo reír y que creo es una buena forma de cerrar esta crónica. Decía: “Estoy 99% seguro de que la crisis climática es el universo poniéndole una fecha límite al capitalismo”. Las luchas ideológicas continuarán, pero quizá las ideas que imaginan sistemas económicos alineados con los ciclos de la Tierra prevalezcan. Porque la humanidad, al final, se adapta a los sistemas que le permiten sobrevivir. Siempre ha sido así.
Por: Daniel Gutiérrez Patino*
*El autor es fundador de Saving The Amazon.
Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.
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