Para las generaciones de este siglo XXI, el presente y el futuro inmediato se pronostican más trágicos, porque ya ni siquiera están como ingredientes el amor o la vocación pedagógica. ¿Por qué?

El hábito de escuchar a los demás ayuda a entender por qué actúan de determinada manera. Con ese ejercicio se confrontan sus motivos para encontrarles alguna validez o para comprobar que son solo bocanadas de humo. Eso sí: es necesario un bagaje cultural para descubrir las imprecisiones o las propuestas coherentes, y se requiere liberarse de prejuicios y de creencias preconcebidas. 

Para mejorar, el significado de escuchar debe ampliarse. No solo es captar con atención unos sonidos; se trata también de atender, con toda la concentración posible, las ideas de los libros, medios de información, conversaciones con los vecinos o compañeros de trabajo, discursos públicos, consejos paternales o indicaciones escolares. Redondeando: escuchar es percibir el entorno con mucho detalle.

Acerca de estas inquietudes, han coincidido este mes las conmemoraciones a la madre y al maestro, quizás los dos referentes de mayor fuerza que cumplen el papel de orientadores. Ella, con la inmensa demostración de que el amor y la protección incondicional son los ingredientes esenciales para conducir con total éxito a los nuevos humanos. Él, el maestro, el modelo tradicional de las virtudes que deben ser imitadas.

En la cultura y la naturaleza, los consejos de ellos dos conforman casi siempre el fundamento para validar o rechazar los puntos de vista ajenos, o para dudar de estos. A partir de allí, se toman (¿tomaban?) casi todas las decisiones sustanciales, porque solo la confianza en ellos permitirá recorrer los primeros pasos de la existencia. Debido al azar, habrá recomendaciones que se acojan y otras no; algunas darán resultados favorables y otras no. Sin embargo, el obstáculo más alto en este trayecto está en que madres y maestros (o quienes hagan sus veces) replican en sus seguidores, sin comprobarlas y sin demostrarlas, las mismas afirmaciones y creencias que recibieron en sus primeros años de vida, a pesar de que no pueden negarse en todos los casos sus nobles intenciones.

Para las generaciones de este siglo XXI, el presente y el futuro inmediato se pronostican más trágicos, porque ya ni siquiera están como ingredientes el amor o la vocación pedagógica. Los caminos de los niños y jóvenes de hoy frente a las llamadas orientaciones (en la práctica, desorientaciones) se moldean de la avalancha adictiva de los algoritmos, no de ninguna madre o de un maestro casual. Ahora, las instrucciones por las pantallas y audios de los celulares ya llegan deshumanizadas, y la causa es obvia: su origen no es humano. Si en el pasado muchas instrucciones de padres o profesores eran bastante controvertibles y hasta censurables, al menos llevaban el sello de un ser humano.

Con este referente, la conservación de muchos pueblos durante miles de años se debió a la repetición de un tipo de conocimiento heredado, que no se cuestionaba; pero, ese conformismo inconsciente aumentó el estancamiento y retrasó la posibilidad de abrir el conocimiento. Los mismos espacios, hábitos, palabras y rituales petrifican los pensamientos y, sin duda, las acciones. Ese proceder también es propio de otras criaturas: en esencia, el tigre de hace tres mil años se comporta como el tigre de 2025.

También, la invención y prolongación de los mitos y sus misterios por parte del poder congelaba la creatividad y la iniciativa entre los gobernados. El adormecimiento milenario, que cambió de modo y de fachada en estos últimos años, pero no de efecto, continúa restaurando el servilismo y la sumisión, sin que los sirvientes y sumisos sean culpables de ello, pues ignoran su condición. Cometer errores es de hombres; vivir en el error es de bestias o esclavos, decía el poeta español Francisco Quevedo.

Complementando, el pensador colombiano Estanislao Zuleta aclaraba cómo el filósofo griego Platón explicaba las dos clases de ignorancia. La primera, que consiste solo en no saber, en ignorar, en desconocer, es menos riesgosa, porque, quien no sabe, por lo general, se abstiene de afirmar o proceder; es posible que se represen sus acciones, pero no caerá al abismo. El que cree saber lo que no sabe es víctima de engaños quizás milenarios, de ideas que estaban listas aún antes de que naciera y le fueron inoculadas por sus ancestros, también engañados, y las defiende a como dé lugar, sin haberse tomado nunca el trabajo de comprobar su veracidad, y retorna al estancamiento.

Casi todos ellos se escudan en el artificio, pero el hedor de la ignorancia no se oculta con un perfume costoso; el olfato de los sensatos sabe distinguir las fragancias finas de la fetidez imitada por las masas, las mismas que practican la llamada “fe ciega”, que, en últimas, es la que impide ver. Desde hace cientos de años, millones de sujetos crédulos llaman “milagro” a lo que de todas formas habrá de suceder y les cuesta mucho comprender que las ideas, como las aguas, deben fluir: si se estancan, se pudren.

Así, el estilo en la comunicación revela la imagen de quien cree saber y de quien reconoce su ignorancia, que es el primer paso al conocimiento. Y la apariencia, otra vez, señala al ignorante: Abundan los que abusan de las palabras grandilocuentes, como si no fueran la sencillez una virtud, y la arrogancia, un vicio.

Por supuesto que todos cuentan con el respetado derecho a opinar y a expresarse. Pero eso es muy distinto a respetar todas las opiniones, y menos cuando algunas son tan absurdas. Aceptar la existencia de una variedad de ideas no significa dejar de señalar las que son estúpidas, que con mucha frecuencia van envueltas en la grosería o la altanería, los dos procederes con que más se ratifica la ignorancia, porque la verdad simple no necesita disfraz ni ruido.

Por fortuna, subsanar los errores es una prerrogativa general, aunque sean milenarios, y más si lo son. De esa manera, antes de que el sabio arroje un lazo para rescatar de las profundidades oscuras a un sujeto, este debe recibir las instrucciones de cómo mantenerse sobrio y atar su cuerpo para evitar el regreso al fondo, porque cualquier embriaguez impide razonar.

Por: Jairo Valderrama*
*El autor es Doctor en Ciencias de la Información de la Universidad Austral (Argentina) y profesor de la Facultad de Comunicación de la Universidad de la Sabana (Colombia).

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.

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