Pero más allá del origen y los logros del modelo, el sistema enfrenta fallas concretas en la estructura tarifaria, puesto que la tarifa final para el usuario resulta de una mezcla entre componentes del mercado y cargas ajenas al servicio que la distorsionan y encarecen sustancialmente.
Es innegable que las tarifas de energía eléctrica en Colombia son altas frente a las de países comparables y que representan una carga significativa para hogares y empresas. Sin embargo, sus causas no son arbitrarias ni resultado de un abuso del mercado, pues responden a factores técnicos, estructurales y fiscales que exigen una modernización seria del modelo tarifario, sin desconocer ni deshacer el importante desarrollo que ha alcanzado el sector en las últimas tres décadas.
En lugar de avanzar por esa ruta, el gobierno ha reemplazado el diagnóstico estructural por una narrativa simplista que califica las tarifas como “injustas” y culpa al diseño del mercado de supuestos beneficios excesivos para los generadores y en consecuencia ha optado por un enfoque intervencionista que desconfía del mercado, debilita la regulación técnica y descapitaliza progresivamente a las empresas del sector, repitiendo peligrosamente el camino que llevó a la crisis energética de 1992 y que motivó las reformas de 1994.
Para dimensionar los riesgos de esta irrupción del poder público en el sector, conviene mirar hacia atrás dado que el modelo actual no surgió por azar, sino como respuesta a una crisis estructural que dejó al descubierto las disfunciones e ineficiencias del viejo esquema estatal.
Antes de las reformas de 1994, el sistema eléctrico colombiano operaba bajo un modelo estatal, centralizado y financieramente inviable. Las empresas públicas integradas verticalmente funcionaban con bajos niveles de eficiencia, tarifas determinadas por criterios políticos, subsidios mal focalizados y sin señales adecuadas para atraer capital. La falta de inversión crónica y la ausencia de un mercado organizado llevaron al país a una crisis energética profunda en 1992, con racionamientos generalizados y una pérdida severa de confianza en la capacidad del Estado para garantizar el servicio. Las leyes 142 y 143, promulgadas ese mismo año, marcaron un giro trascendental al separar funciones, impulsar la competencia, profesionalizar la regulación e introducir incentivos económicos bien diseñados. Ese nuevo marco permitió estabilizar el sistema, ampliar la cobertura y recuperar la credibilidad ante el sector privado.
Pero más allá del origen y los logros del modelo, el sistema enfrenta fallas concretas en la estructura tarifaria, puesto que la tarifa final para el usuario resulta de una mezcla entre componentes del mercado y cargas ajenas al servicio que la distorsionan y encarecen sustancialmente.
Según la CREG, el componente de generación representa solo entre el 30 % y el 35 % de la tarifa final que paga el usuario, y su remuneración se define en un mercado organizado mediante contratos bilaterales firmados bajo supervisión del regulador. A esto se suman los costos regulados de transmisión, distribución, comercialización y pérdidas técnicas. Pero el valor total de la factura incluye además componentes no energéticos como los subsidios cruzados entre usuarios, las pérdidas no técnicas, los tributos municipales como el alumbrado público, las tasas ambientales, los retrasos del gobierno en el giro de los subsidios y la deuda acumulada por la opción tarifaria —un mecanismo que permitió a los comercializadores diferir el cobro de incrementos a usuarios de menores ingresos durante la pandemia, con cargo posterior al Estado—. Todo esto termina configurando una tarifa artificialmente inflada, poco transparente y desequilibrada, en la que los usuarios cumplidos terminan incluso asumiendo sobrecostos que no les corresponden.
Uno de los aspectos más distorsionantes es el esquema de subsidios cruzados, mediante el cual los estratos 5 y 6 y los usuarios industriales asumen parcialmente los descuentos otorgados a los hogares de estratos 1, 2 y 3, lo que genera sobrecostos de hasta un 25 % para quienes no reciben subsidio, según estimaciones de la CREG. A ello se suman las pérdidas no técnicas, derivadas de fraudes y conexiones ilegales, que superan el 16 % a nivel nacional y alcanzan más del 26 % en regiones como la costa Caribe, de acuerdo con datos de la Superintendencia de Servicios Públicos, lo que termina trasladando ese costo a los usuarios cumplidos, que deben asumir con su factura lo que otros no pagan. El sistema, además, presenta serias deficiencias en la focalización de los subsidios, ya que estos se asignan exclusivamente con base en el estrato residencial, lo que deja por fuera a muchos hogares vulnerables y beneficia a otros que no lo necesitan, situación que ha llevado a la Contraloría General de la República a advertir que más del 40 % de estos recursos no llegan a quienes realmente los requieren, comprometiendo tanto la equidad del esquema como su sostenibilidad fiscal.
Aunque esas distorsiones están plenamente identificadas, el gobierno no las corrige y, por el contrario, ha profundizado los desequilibrios. En tal sentido, la deuda con los comercializadores por los subsidios no girados supera los 7,6 billones de pesos, según la Contraloría General de la República. El gobierno ha justificado esta mora tanto por limitaciones presupuestales como por su decisión de no girar recursos mientras persistan las llamadas “tarifas injustas”, lo que ha terminado asfixiando las finanzas de las empresas y poniendo en riesgo la continuidad del servicio. Igualmente, incide negativamente la parálisis de la CREG, que desde mediados de 2024 no cuenta con el número mínimo de comisionados en propiedad para tomar decisiones, debilitando su función reguladora en un momento crítico y como si fuera poco, el Ministerio de Minas y Energía impulsa un anteproyecto de ley que convierte a la CREG en una dependencia de ese Ministerio, le elimina la personería jurídica y le otorga mayoría oficialista. Además, traslada a los usuarios no subsidiados el costo de la deuda acumulada por la opción tarifaria por un periodo de hasta quince años, reemplazando aportes fiscales por cobros cruzados entre usuarios y desdibujando los principios de neutralidad y responsabilidad pública. El proyecto también faculta al gobierno para intervenir en la compra de energía y fijar tarifas con base en conceptos imprecisos como “solidaridad” o “justicia”. No se trata de una reforma, sino de una concentración de poder que desmonta las reglas que durante 31 años ha garantizado estabilidad, credibilidad y condiciones para invertir.
Para reducir de forma sostenible las tarifas de energía eléctrica sin comprometer el sistema, Colombia debe retomar un camino de rigor técnico y disciplina fiscal en el cumplimiento de sus obligaciones y lo primero es que el Estado pague su deuda y normalice los flujos del sector a través de un fondo fiscal transitorio respaldado por recursos nacionales o multilaterales. Luego debe reformarse el esquema de subsidios, para lo cual ya existen herramientas como el SISBÉN IV o el Registro Social de Hogares que permiten focalizar según ingreso real, una tarea que cuenta con base normativa desde el Plan Nacional de Desarrollo de 2019 pero que el gobierno no ha implementado, y este cambio debe ir acompañado de una regla fiscal sectorial que exija fuentes estables para cubrir cualquier aumento en los subsidios. Es fundamental también reducir las pérdidas no técnicas mediante metas obligatorias por operador, con inversiones dirigidas a las zonas más críticas y fortalecimiento del control institucional. Y sobre todo se debe proteger la función reguladora, considerando que la salida no está en politizar la CREG sino en reforzar su independencia, modernizar sus capacidades y asegurar que las decisiones se basen en evidencia de datos y no en prejuicios ideológicos.
Reducir el costo de la energía es fundamental para aliviar la carga de los hogares y fortalecer la competitividad, pero requiere ajustar lo que falla sin desmontar un modelo funcional que puede perfeccionarse con una corrección estructural bien encaminada, una tarea que, por tiempos y circunstancias, seguramente le corresponderá al próximo presidente.
Por: Iván Darío Arroyave*
*El autor es consultor empresarial. Se ha desempeñado como presidente de la Bolsa Mercantil de Colombia, decano de postgrados de la Universidad EIA, director de posgrados en finanzas de la Universidad de la Sabana y consultor del Banco mundial.
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