El acceso a la educación superior no debe ser un privilegio de naciones ricas, sino de sociedades civilizadas. ¿Cómo ha avanzado Colombia en esta materia?

La historia que comparto no es única, y se vive en muchos rincones del país. Washington David cambió su vocación a los 17 años. Quería ser administrador de empresas para mejorar la tienda de abarrotes de su madre en el chocoano municipio de Acandí, en límites con Panamá. Pero con la muerte de su hermano menor, Arnoldo Steven, decidió que se consagraría a la medicina, para que nadie repitiera el sufrimiento de su familia.

Arnoldo, de 9 años, estaba trepado en una platanera ayudando a su madre a recoger bananos, para su tienda, cuando resbaló y cayó de cabeza ocasionándose una fractura cerebral. El centro médico del municipio no tenía la tecnología para tratarlo. El niño no resistió las más de 8 horas de viaje en una ambulancia no medicalizada, por una carretera destapada, hasta la capital Quibdó, y falleció.

Consciente de lo exigente que sería estudiar medicina, Washington David se esforzó y logró ser uno de los mejores bachilleres de su colegio, el Sagrado Corazón de Jesús. Pese a que su resultado en el examen de Estado (Saber 11), superó el promedio departamental, éste estaba un 20 % por debajo del promedio nacional en la prueba, pues los resultados de su institución educativa la ponían en el puesto 12.500, de un poco más de 13 mil colegios que hay en el país.

Huérfano de padre y ahora solo con su madre, Washington vio frustrado su sueño de ser médico: La facultad de Medicina más cercana le obligaba a abandonar su tierra, en Acandí no tienen programas de salud, conectividad no hay para pensar en una opción virtual, y si pudiera ir a otra ciudad y buscar gratuidad educativa, el transporte y sostenimiento le eran económicamente inviables. Además, pese a su voluntad, no tenía la adecuada formación académica para aprobar el examen de admisión a medicina.

Historias como esta las hay en centenares de municipios, caseríos y corregimientos. Las cifras son contundentes: mientras que erróneamente hablamos de promedios (por ejemplo, de cobertura nacional en educación superior del 53,9% y de dos médicos por cada mil habitantes) en departamentos como Chocó, Caquetá y Guajira la matrícula en educación superior escasamente llega al 25%, y en otros como Arauca, Amazonas, Vaupés y Vichada, ni siquiera supera el 10%; mientras que el número de médicos por cada mil habitantes en Chocó apenas llega a 0,2.

Washington logró graduarse como bachiller, pero detrás de él hay miles de compatriotas con más restricciones, analfabetismo, pobreza extrema y violencia. Como Acandí, las regiones en situaciones de olvido social y abandono estatal abundan. Timbiquí, Inzá, Bagadó, Lloró, Trujillo, Florida, Belén, Chachagüí, Pacoa, Mapiripana, Codajás, Palomino y Colón son, entre otros muchos, pueblos que padecen estos sufrimientos.

“¡Pobres ellos!”, pensarán muchos que lean esta historia, desde la comodidad de su casa. “Pobres nosotros, los colombianos”, digo yo, que tras más de dos siglos de vida republicana y vanagloriándonos de pasar de la tercera a la cuarta revolución industrial, la tecnología y la inteligencia artificial, no hemos sido capaces de enfocar nuestra mirada a estas situaciones. Una nación rica no debe medirse por ingreso per cápita, sino por la posibilidad de todos de poder sentirse útiles socialmente.

Es un padecimiento de esta sociedad, que admite que la corrupción no deje llegar dineros de inversión esencial; que menosprecia a quienes no han podido contar con educación de calidad; que ha permitido que la salud y la educación se hayan instrumentalizado o favorecido a quienes han podido pagar por ella; que ha priorizado la sobrepoblación de las grandes ciudades y no valorado la riqueza regional y, en fin, de enceguecerse frente a las situaciones que, aparentemente, no le tocan directamente.

La universalización de la vida digna no es un privilegio de naciones ricas, sino de sociedades civilizadas; y más que una bandera política es un compromiso personal, social y de vida con nuestros hermanos.

Tenemos la obligación de ver por todos, desde los cabildos, centros médicos, distintas iglesias, ONGs, entidades gubernamentales, empresas privadas e instituciones educativas… y esa es nuestra obsesión en la Unad. Una obsesión hoy transformada en causa social que comparten miles de líderes unadistas en Colombia y fuera de ésta; causa que vale la rebeldía de no jugarle a la exclusión y a la desigualdad educativa; por la que criticamos con argumento lo pasado y el presente de un sistema que ha sido inferior a sus responsabilidades y expectativas; por la que no tememos a que se nos tache con ira, odio, rencor, resentimiento y hasta envidia de parte de corruptos, de locos, de manipuladores.

En fin, causa social educativa que quiere ser luz para la transformación educativa de un país que merece ser mejor de lo que parece ser y realmente es.

Por: Jaime Alberto Leal Afanador*
*El autor es rector de la Universidad Nacional Abierta y a Distancia (Unad).

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.

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