Los protocolos de interacción entre personas, familias y grupos de trabajo han cambiado. Pero la libertad mal entendida corre el riesgo de excederse y de superar los límites del respeto. ¿Qué opina?
Los cambios culturales de nuestra sociedad, la adopción de nuevos paradigmas políticos e ideológicos y la reivindicación de derechos de diversas poblaciones han sido determinantes para modificar protocolos de interacción entre personas, familias y grupos de trabajo.
Con la pandemia del Covid, por ejemplo, cambió la forma de saludar, y la corbata y los tacones en las oficinas se redujeron; tras la libertad religiosa dimos cabida a otras creencias e, incluso, a la pública expresión atea o agnóstica; con el reconocimiento legal y social del libre derecho a la personalidad, las maneras de vestirse y expresarse se extendieron a las más inimaginables formas, colores y diseños en el vestuario y los ademanes; y tras siglos de violencia política aprendimos, como sociedad, a ser más tolerantes y comprensivos.
Detrás de esto subyace la idea de que la sociedad intenta superarse a sí misma, por lo menos en aquellos paradigmas que han limitado el desarrollo, y que la libertad de opinión y de acción es preferible a la imposición de dogmas sin fundamento y a la censura.
Pero la libertad mal entendida corre el riesgo de excederse y de superar los límites del respeto y la convivencia. Presumir que cada uno es libre de hacer lo que quiera y que no puede o debe ser advertido, controlado o sancionado, incentiva el rompimiento de las normas y pone a las comunidades en las puertas de un libertinaje que atenta contra las elementales prácticas del respeto y la convivencia.
Y no me refiero solamente a aquellos temas que irritan y aumentan la polarización por su fuerte connotación legal y moral, como por ejemplo la libertad sexual, el perdón o no de los crímenes, la legalización o no del uso de alucinógenos o el cambio en la configuración de los roles y el género en algunas familias, entre otros.
Hablo de aquellos pequeños detalles en las relaciones personales que reflejan hasta dónde se vive el nivel de conciencia social, de valores y de convivencia en los hogares, el trabajo y entre amigos. Es decir, de cómo la interacción entre unos y otros puede mover riesgosamente la frontera entre el respeto y el irrespeto, y entre la informalidad y la grosería.
Cuando la sociedad empieza a permitir que todas las actuaciones deben ser respetadas porque aparentemente tienen derecho a ello, se corre el riesgo de que éstas se vuelvan irrespetuosas, porque los límites de la urbanidad, la cortesía, la intimidad y las reglas propias e internas de las diversas organizaciones corren el riesgo de ser quebrantadas.
“Se les da la mano y se toman el codo” es un dicho que refleja esta situación. Es decir, por la manera como muchos exceden la confianza y el respeto y confunden la informalidad con el irrespeto, la burla, la violación indebida de espacio y hasta la estridencia en el hablar, el vestir y, en general, el comportarse.
Ninguna sociedad convive y progresa, sin normas de convivencia y de respeto. No en vano la sabiduría popular recogió la recomendación de San Ambrosio de Milán de que “a donde fueres, haz lo que vieres” como forma de evitar la alteración del normal orden de las comunidades.
Todas las sociedades han creado protocolos de conducta para sus integrantes, por respeto y para reconocer la dignidad, edad, pertencencias, conocimiento y gobierno.
El protocolo es el conjunto de normas que guían el adecuado comportamiento ante los demás en aspectos como saludo, vestuario, comunicación y prácticas de urbanidad en espacios públicos, eventos sociales y comidas, entre otros. La manera como cumplimos dichos protocolos habla de nuestra educación y del respeto y nuestra consideración por los demás.
Así, no importa la edad, siempre debemos fomentar el respeto de las normas básicas del relacionamiento personal y, en el caso de los mayores y de quienes ejercen roles de liderazgo, poder y autoridad, su conducta es vital para dar ejemplo a los más jóvenes, y evitar que estos confundan la confianza, la cercanía y la informalidad con el maltrato, el irrespeto y la imposición indebida de sus formas.
Las conductas informales son respetuosas de las normas y las costumbres del entorno social. Ser informal es una manera de tener mayor confianza y cercanía a los demás, sin romper fronteras. Por ejemplo, cuando -con el permiso de los jefes, del suegro o del más anciano de la comunidad- les podemos llamar por su nombre, en vez de decirles doctor, señor o don…; cuando podemos dejar el traje de corbata (en los hombres) o el vestido sastre y medias veladas (en las mujeres) para ir a trabajar porque el entorno así lo permite; cuando se admite con toda naturalidad el tuteo en vez del ustedeo; o cuando la persona del otro sexo acepta que se le salude o despida con un beso en la mejilla, entre otras sencillas muestras de cercanía y confianza entre las personas, siempre con respeto.
Pero cuando se supera la confianza, hay irrespeto y abuso, se daña el ambiente y aparece la desconfianza, que es el germen que deteriora toda relación.
A su vez, son conductas irrespetuosas cuando a cualquiera se le llama, sin su consentimiento, con un nombre distinto o apodo y se le hace sentir incómodo y burlado; cuando se grita, chifla o no deja hablar al interlocutor; cuando se llega y no se saluda o se ignora intencionalmente a otra persona; cuando se es impuntual y no se excusa por ello; cuando se habla vulgarmente y se hace sentir mal a los demás; cuando en el saludo entre un hombre y una mujer uno de estos excede el acercamiento físico violando el espacio personal con una intencionalidad sexual no consentida; cuando se hacen ademanes grotescos o el vestuario cubre indebidamente las partes íntimas, desconociendo que muchos se pueden sentir molestos con ello; e incluso cuando, por ejemplo, se asiste a una ceremonia religiosa, un velorio, un matrimonio o cualquier acto oficial en bermudas.
En fin, son múltiples los gestos, aparentemente pequeños y rutinarios que, si no están fundados y limitados en el respeto, deterioran las relaciones sociales. Depende de cada uno de nosotros, en la minucia de los detalles, demostrar la grandeza de nuestro espíritu.
Por: Jaime Alberto Leal Afanador*
*El autor es rector de la Universidad Nacional Abierta y a Distancia (Unad).
Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.
Lea también: ¿Es connatural la corrupción?