¿Cómo sobrevivir a un mundo que no se detiene y que nos obliga a cambiar si queremos estar incluidos y sentirnos bien?

Estemos o no de acuerdo con muchas ideologías, actividades comerciales, desarrollos tecnológicos, otras conductas y valores personales y familiares, es claro que, con o sin nuestra opinión, la sociedad avanza a un ritmo más rápido del que parecemos estar dispuestos a seguir.

No importa el contexto en el que nos hayamos criado, el  relacionamiento que ejerzamos, el trabajo y estudio que tengamos, siempre vemos cambios en el entorno que, tarde o temprano, nos llevan a adaptarnos. A veces con agrado y otras no.

Si, por ejemplo,  criticamos la tecnología, estamos leyendo esta columna en un computador o celular; si cuestionamos el capitalismo, probablemente hemos ahorrado algunos dólares, disfrutado de producciones americanas y soñado con un parque de atracciones en Estados Unidos; y si políticamente nos formamos en las tradicionales banderas rojas o azules, de liberales o conservadores, es casi seguro que, ante la masificación de movimientos políticos, hemos revisado esa alineación ideológica y las nuevas generaciones tienen otras miradas. 

A medida que avanzamos en edad lo vemos más, y nuestra disposición frente a los retos de la vida, las modas, la tecnología, los nuevos paradigmas y problemas mundiales, comienza a diferir frente a los jóvenes. 

Muchos nos formamos en una patria polarizada (buenos y malos, de ciudad y de pueblo, de izquierda y de derecha, de buenas y malas costumbres…), y con la idea de tener una relación de pareja, hijos, un trabajo estable con un contrato laboral de por vida y buscar una pensión. Pero los jóvenes y profesionales de hoy son hijos de la globalización, del trabajo en casa, de los viajes permanentes, de las relaciones abiertas, del reconocimiento de derechos de toda índole y de borrosas fronteras entre blanco y negro.

Nuestros padres y abuelos enfrentaron retos distintos para sacar adelante sus familias. Las noticias se conocían tarde, para llegar a los amigos lejanos había que recorrer muchas horas de distancia, la televisión solo transmitía una o dos telenovelas y para hablar con otra persona por teléfono era obligatorio que ambas estuvieran sentadas en un determinado espacio físico esperando la llamada a una hora específica.

Hoy los niños menores de 10 años enseñan a sus mayores a manejar la televisión y las consolas de juegos; los vecinos casi que han desaparecido porque los amigos son los contactos del Whats App, muchos de ellos en otros confines del mundo; y en el celular corren millones de mensajes, videos, entretenimientos y pérdidas de tiempo, que llevan a que la forma de ver la vida, dar valor a lo que sucede en el mundo, estar informado, tener amigos y hasta orar, cobren otra dimensión.

La tecnología es el mejor reflejo del cambio mundial, el desarrollo del conocimiento, las nuevas formas de trabajar, la globalización, la economía planetaria y los nuevos paradigmas sociales.

Y todos hemos tenido que acostumbrarnos a convivir con esos desarrollos, a riesgo de desactualizarnos y desubicarnos en nuestra existencia. Ya no vamos al correo a poner una carta; la libreta de ahorros desapareció, así como las tarjetas débito y crédito lo están haciendo; los discos de acetato, máquinas de escribir, casetes, directorios telefónicos impresos y cds ya se ven viejos y sin utilidad, ente otros. Si nuestros antepasados resucitaran, encontrarían muy difícil subsistir sin una actitud y formación diferente.

También hay conductas que han cambiado radicalmente. Las reuniones familiares en la cena o para ver televisión cada vez son menos comunes, así como la aprobación de los padres de las parejas de sus hijos, o la asistencia de todos a los ritos religiosos, y el vestuario, maquillaje, peinado y marcas en el cuerpo difieren radicalmente de las de hace unos años, entre muchos otros cambios, como los de la etiqueta social, y la forma de abordar ahora temas que hace décadas se evitaba tratar como la drogadicción, la homosexualidad, el embarazo juvenil y el aborto, entre otros.

Y qué decir de algunas profesiones, también desplazadas: Bibliotecarios, traductores e intérpretes, vendedores de seguros, contadores, mensajeros, telefonistas, mecanógrafos, ascensoristas, porteros de edificios residenciales, radiólogos y muchos diseñadores gráficos, entre otras actividades, y muchas más ahora amenazadas por la inteligencia artificial.

¿Cómo sobrevivir a un mundo que no se detiene y que nos obliga a cambiar si queremos estar incluidos y sentirnos bien? El cambio es connatural al hombre, y si no queremos ser desplazados en lo que hemos hecho y nos gusta hacer, no importa la edad, debemos estar actualizándonos, leyendo, estudiando y aprendiendo de los demás. Eso nos da ideas, ganas de vivir y nos hará sentir útiles. Es mejor cambiar, por deseo e iniciativa propia, a que nos cambien y nos frustremos. Porque no importa lo que hagamos, donde lo hagamos y como lo hagamos, siempre la humanidad agradecerá el aporte de quien está dispuesto a servir y a aprender, que quien niega todo y solo cuestiona sin aportar.

Por: Jaime Alberto Leal Afanador*
*El autor es rector de la Universidad Nacional Abierta y a Distancia (Unad).

Las opiniones expresadas son sólo responsabilidad de sus autores y son completamente independientes de la postura y la línea editorial de Forbes Colombia.   

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